Durante mucho tiempo las calles solitarias habían estado gobernadas por una fuerza siniestra y un silencio pavoroso propio de un inmenso camposanto. Una atmósfera onírica y viciada por un aire enrarecido como de otro planeta lo invadía todo mientras seres enmascarados salían de sus agujeros para buscar comida. Nadie hablaba con nadie, los unos huían de los otros. No nos habíamos dado cuenta de que las ciudades habían perdido el alma. Nos faltaban las cosas esenciales, lo que nos diferencia de las bestias: la amable cordialidad, las relaciones de buena vecindad, las charlas amistosas de los vecinos a las puertas de las casas y los cálidos bares despidiendo el aroma del café, elixir de la civilización. Pero sobre todo nos faltaba lo más importante: los niños riendo, saltando y jugando en la calle.
Hoy los diminutos guerreros del confinamiento han salido otra vez al mundo exterior y hemos recuperado mucho de lo que el bicho nos había robado. De nuevo, los niños han tomado las calles invadidas por el virus. Más de seis millones de criaturas valientes cuya peligrosa y arriesgada misión era simplemente darse un paseo con sus familias o ir a comprar el pan, a la farmacia o al cajero automático. Pero esa corta caminata de apenas un kilómetro por orden gubernamental −que en realidad ha sido un pequeño paso para el hombre y un gran paso para la humanidad−, ha levantado la moral de una sociedad castigada y maltrecha tras tantas semanas de reclusión, de pésimas noticias sobre muertos, contagiados y ruina económica y de una desesperación a punto de cronificarse. Las risas cándidas y las voces agudas y cristalinas de los niños se han vuelto a escuchar ahí fuera y por un momento todo ha sido como siempre, aunque en el fondo seamos conscientes de que estamos ante el comienzo de una inquietante “nueva normalidad”. Nuestros menudos comandos pertrechados de inocencia y entusiasmo han empuñado sus armas, o sea sus ositos de peluche, sus bicicletas, sus balones y patinetes y han avanzado un buen trecho en esta especie de extraña guerra de trincheras donde se trata de ir arrinconando al monstruo microscópico, al maldito enemigo invisible sacado de una novela de Stephen King, hasta hacerlo retroceder y devolverlo de nuevo al averno, de donde nunca debió haber salido.
De momento no ha habido parques (siguen precintados por el riesgo de contagio), ni juegos de pilla pilla, ni improvisados y multitudinarios partidos de fútbol. El futuro amenaza con ser mucho más aburrido que el pasado y habrá que volver a leerles aquellos viejos relatos de Tintín, Tom Sawyer o Aladino para explicarles lo que era el dulce sabor de la libertad, la hazaña de bañarse en un río o el placer furtivo de fumar en pipa. Muchos menores han salido hoy a la calle con el miedo en el cuerpo y los pies de plomo, como es natural tras 42 días de confinamiento. Algunos incluso han decidido quedarse en casa porque no se fían de ese virus que parece más listo que Fernando Simón y los demás señores mayores que salen por la tele para darnos los números de la tragedia. Dicen los psicólogos que en Wuhan uno de cada cuatro niños sufrió ansiedad, estrés y trastornos depresivos por el largo encierro. Otro daño colateral más de esta masacre que es la pandemia de coronavirus. Los padres tienen mucho trabajo por delante para transmitirles seguridad, confianza, instrucciones precisas sobre cómo comportarse en una realidad que ya no es la que ellos conocieron.
Los sanitarios, los viejos y los niños van a ser los auténticos héroes de esta batalla cósmica contra un ente casi extraterrestre que se ha colado en nuestras vidas y que aún no sabemos cuándo ni cómo terminará. Pero de momento nuestros chiquillos han salido a enfrentarse al ente monstruoso y hemos logrado una victoria fundamental. A unos se les veía de la mano de sus padres y madres, caminando a saltitos o dando tímidos pasos con sumo cuidado y tiento. Otros andaban algo confusos, despistados. No debían tocar las barandillas, ni las paredes, ni coger cacas del suelo. Todo va a ser nuevo, distinto a partir de ahora. Han visto a sus amigos y los han saludado, aunque no han podido abrazarlos ni jugar con ellos. Distancia social. Han visto de lejos ese seductor tobogán, excitante montaña de aventuras de otros tiempos felices, pero han tenido que resistir la tentación y pasar de largo. Profilaxis y medidas de prevención. Palabras que a nosotros los adultos nos parecen aberrantes pero que para las nuevas generaciones van a ser habituales, normales, parte de la lógica del nuevo mundo contaminado y venenoso que hemos construido y que vamos a dejarles en herencia.
El futuro es incierto pero no es día para jugar a predicciones ni para sentir miedo o pesimismo ante lo que está por llegar. Nuestros valientes pequeños expedicionarios, en una audaz operación relámpago, han conseguido romper una barrera colosal. Hoy ha sido el primer día normal en semanas de tinieblas y oscuridad. Hoy, esta vez sí, comienza la ofensiva final.