Estamos todos tirados, boca arriba con los brazos abiertos y los ojos y los puños cerrados, sin creérnoslo, sin creérnoslo todavía del todo, sobre la arena, sobre la arcilla rojiza que todo lo impregna: la ropa, la piel, y sobre todo los corazones, el alma, de los que ahora estamos tumbados sobre ella siendo Alcaraz, siendo Alcaraz por un momento. Porque nos lo merecemos, porque hemos sido él todo el partido: hemos sufrido, hemos luchado, nos hemos maldecido por los fallos, hemos bajado la guardia cuando todo parecía ya hecho y nos han vuelto a acorralar contra las cuerdas. Pero, ¡oh, Dios!, por fin hemos ganado y se nos permite a todos, como se permite a los niños (sólo a los niños y a los tenistas, y a los que somos ese tenista durante un momento eterno e inolvidable, se les permite tirarse al suelo boca arriba, abrazando al infinito con los brazos abiertos y los ojos y los puños cerrados).
Hemos ganado. Contigo. Gracias a ti. A tu coraje, sobre todo a tu coraje, y a tu cabeza, sobre todo a tu cabeza, y a tu corazón, sobre todo a tu corazón. Hemos ganado el Roland Garros, nada menos que el Roland Garros, y nos hemos tirado al suelo, como niños, como chicos de veinte años nacidos todos en el Palmar, en Murcia. Todos en el suelo, felices como tú, felices contigo. Gracias Carlos, don Carlos, Charly… Carlitos. ¡Qué regalo!
Excelsior.
