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Vinícius Júnior, el Muhammad Ali del fútbol español

El jugador del Real Madrid se ha convertido en un auténtico icono en la lucha contra el racismo en el deporte

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análisis

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Las lágrimas de Vinícius Júnior en rueda de prensa, una mezcla de tristeza, impotencia y rabia, han conmovido a la opinión pública internacional. Otro golpe de efecto, otro contundente golazo a los racistas. El bravo muchacho de Río de Janeiro que no se calla ante la xenofobia se ha convertido en el Muhammad Ali del degradado fútbol español. Su lucha incansable ya traspasa la frontera del deporte y va mucho más allá de los goles, los quiebros y la expectación de los estadios. Se ha erigido en icono mundial contra el racismo, en un auténtico referente, en un líder de verdad. En un personaje de esos que, en plena estúpida y frívola posmodernidad, ya no quedan. Frente a las estafas fiscales de otros jugadores, frente a la corrupción de Rubiales y la violencia sexual de Dani Alves, símbolo de los tiempos convulsos que nos han tocado vivir, el discurso político, ilustrado y comprometido de Vinícius Junior. Por fin, un mito de verdad.   

Esto ya no va de Real Madrid o Barça, ni de absurdos escudos futboleros, ni de las anodinas polémicas arbitrales de cada domingo. Nos estamos jugando mucho más, tanto como el futuro de la humanidad. Una humanidad bajo la bandera del nazismo supremacista que avanza peligrosamente en todas partes o una humanidad que busca la convivencia en paz entre las diferentes razas y pueblos de la Tierra. Y en esa batalla que se libra cada día, soterradamente, silenciosamente, la voz de Vinícius Júnior emerge como un trallazo en medio de la noche para ponernos delante del espejo, delante de lo que somos como sociedad, aunque no queramos verlo. ¿Es España un país racista?, se preguntan hoy los periódicos de todo el planeta. Ni más ni menos que otros países como Francia, Italia, Alemania, Estados Unidos, Rusia o el propio Brasil natal del jugador, hasta hace bien poco gobernado por un xenófobo convicto y confeso como Jair Bolsonaro. Porque el racismo no es un mal que anide en una sola tribu, se extiende como un virus contagioso entre todos los ejemplares de esa especie mal llamada homo sapiens.

El racista no nace, lo hacen. Ningún niño es racista, juega felizmente con otros niños sin importarle el color de su piel. Al segregacionista lo moldean, lo esculpen, lo tallan desde la tierna infancia con el cincel de las ideologías del odio que se propalan por este Occidente en ruina y decadencia, ya lo avisó Spengler. Hacía falta que llegara un joven valiente e indómito para sacarnos del tedio semanal del balompié, para despertarnos del pan y circo y para ponernos ante el reflejo de lo que somos realmente como país, aunque no queramos aceptarlo. Hemos construido una sociedad de blancos que pluriemplea a las otras razas en el precariado laboral y que arroja a sus gladiadores negros a la arena del domingo para poder vejarlos a placer al grito de mono, mono. Detrás de cada insulto racista hay un rencor cultivado a conciencia, frustración del propio fracaso personal y mucha envidia ante un atleta de músculo más perfecto y cartera más nutrida. Vinícius ha dicho basta ya a ese denigrante espectáculo que trata al jugador como a un animal o monstruo de feria, deshumanizándolo. Sus lágrimas no pueden ser más sinceras y quien quiera ver en ellas un montaje publicitario para una futura serie de Netflix se equivoca, ya que no hace más que dar argumentos al racista.

Uno quiere ver en este diamante en bruto del activismo social languideciente al héroe mítico de nuestros días, al Ulises de ébano que se rebela contra un destino injusto y miserable que se ceba con él y con todo su pueblo. En las lágrimas de Vini hay una profundidad histórica insondable. Hay el grito del esclavo de otras épocas que parecían superadas, hay el chapoteo de una patera rebosante de africanos explotados por el colonialismo occidental, hay el miedo del mantero a convertirse en diana de los skinheads en el falangizado Madrid de Díaz Ayuso. Hay, sin duda, una experiencia familiar y cultural traumática. “A mi padre también le pasaba, escogían a un blanco antes que a un negro”, denuncia lacónicamente el jugador. El racismo se transmite de generación en generación. Siempre ha sido así, y siempre será.

No, no vivimos en esa España idílica ni en ese oasis de los derechos humanos que nos han querido vender. Vivimos en un país que convive con el racismo, que tolera el racismo, que mira para otro lado cuando florece el racismo en público o en privado. De ahí el llanto extenuado de un chico idealista que ha hecho de cada partido una solitaria, conmovedora y heroica batalla perdida de antemano. La mecha para una catarsis social tan urgente como necesaria. De ahí el quejido desesperado de alguien que reclama su legítimo derecho a ser una persona antes que un divo de trapo para entretenimiento de las masas. Por la cabeza de Vinícius, atormentada después del linchamiento moral de cada fin semana, pasa la opción de abandonar la Liga. Hay que estar muy harto de luchar contra la marea violenta, contra la jauría fanática, para pensar en cortar por lo sano una carrera tan brillante. Hay que estar muy hastiado de ser el millonario vapuleado de cada domingo, el muñeco de pim, pam, pum de la intolerancia ignorante, para pensar en arrojar la toalla, claudicando y dándole la victoria al nazi.

Si no fuésemos un país racista, la Justicia pondría al xenófobo una temporada a la sombra, a base de ducha fría y talleres de reinserción social, a la menor agresión. Si no fuésemos un país racista, cerraríamos un estadio, con sanción de pérdida del partido y tres puntos menos al equipo local, al primer bramido infame de chimpancé (uh, uh, uh) contra un jugador negro. Aunque sigamos sin querer aceptarlo, aunque sigamos viviendo en la ficción de que somos ciudadanos modélicos, educados, respetuosos y superdemócratas, vivimos en una sociedad violenta por naturaleza. Violenta contra el inmigrante, violenta contra el extranjero que llega con una mano delante y otra detrás, violenta con las minorías religiosas que son vistas con recelo y rechazo por esas clases privilegiadas (y no tan privilegiadas) que se llaman a sí mismas “la gente de bien”. “Es algo bastante triste, es algo que pasa aquí en cada partido, cada día. Esto es algo que está sucediendo. No solo en España, también en el mundo (…) Lucho para que en el futuro próximo no le vuelva a pasar a nadie”, dice el bravo delantero madridista, que mucho nos tememos seguirá saltando al césped solo ante el peligro. Por encima de colores y clubes, todos deberíamos estar, codo con codo, con este espíritu libre. Con Vinícius Júnior.

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1 COMENTARIO

  1. No es el racismo en el deporte,es el racismo y fascismo de hordas incultas y analfabetas que llenan los clubs de futbol con la bendicion de los clubs.
    No se ve lo mismo en otros deportes.El futbol esta visto que es la religion de los analfabetos en todas partes.

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