La derecha (la política y la judicial) ha apartado de su escaño al diputado de Unidas PodemosAlberto Rodríguez por darle una patada a un policía siete años atrás. ¿Por qué lo hacen, por qué privan a un representante del pueblo de su acta legítimamente ganada en las urnas? Por varios motivos, en primer lugar, por chavista bolivariano, lo cual supone un grave error, ya que el bueno de Alberto no parece un tipo peligroso, más bien al contrario, se muestra respetuoso y educado con los demás, como corresponde a todo buen demócrata, y siempre da los buenos días a sus compañeros a la entrada al Congreso (incluso a los rivales más encarnizados). Desde ese punto de vista, Rodríguez no suponía ninguna amenaza para nadie.
En segundo término, se lo cepillan porque la ocasión la pintaban calva. El asunto era una bicoca para PP y Vox, un asunto fácil de urdir, coser y cantar. Desde hace meses, Casado y Abascal, en lugar de dedicarse a mejorar la vida de los españoles, pasan el tiempo jugando a los detectives privados parlamentarios, hundiendo biografías y sacando cosas turbias del álbum de fotos de los muchachos de la nueva izquierda española regeneradora. Ya le hicieron la envolvente a Rita Maestre, a la que empapelaron por bruja atea tras una manifestación estudiantil en una iglesia, y cualquier día descubren que Echenique le robaba el bocadillo de mortadela a su compañero de pupitre o que Errejón una vez le dio una calada a un cigarrillo entre clase y clase. Lógicamente, en esa maniobra maquiavélica cuentan con la ayuda de la Brunete judicial, los peones azules debidamente colocados en el CGPJ siempre prestos a comprar las querellas cogidas con palicos y cañas de los jefes de las derechas españolas.
El caso Rodríguez era perfecto, una perita en dulce para desacreditar a un diputado podemita y de paso desatar una profunda crisis de gobierno, que ese es el objetivo final de las derechas en su guerra sucia judicial o lawfare. La historia tenía todos los ingredientes para desencadenar una nueva crisis en el Gobierno de coalición, no había más que rescatarla de los archivos de la Comisaría, quitarle el polvo, hacer un corta y pega y moverla debidamente por la prensa de la caverna.
Al montaje de transformar a Rodríguez en el nuevo Josu Ternera contribuía, efectivamente, el aspecto del reo, un chico racial, alternativo, con largas greñas, camisetas negras y barba de varios días. Pintarlo como un porrero peligroso de la kale borroka no iba a resultarles nada difícil. Y así ha sido. El relato ha calado en buena parte de la opinión pública (¡una patada a un policía hace siete años, qué horror a dónde vamos a llegar!) y ni el caso Gürtel, con todas sus ramificaciones mafiosas y millones evadidos, puede compararse ya en suciedad y depravación a algo tan terrible como un asocial que anda suelto por ahí. En este punto, conviene recordar que los hechos ni siquiera están debidamente probados, ya que en el informe solo consta el testimonio del policía como única y principal prueba de cargo. Hoy mismo el magistrado Martín Pallín asegura que existen serios indicios como para pensar que no se ha respetado el principio de presunción de inocencia del encausado. Por si fuera poco, el tribunal sentenciador conmuta la condena de 45 días de prisión por una multa, que no puede llevar aparejada penas accesorias, tampoco la inhabilitación política del enjuiciado. Espeluznante.
Pero sobre todo, y en tercer lugar, los poderes fácticos se pasan por la piedra a Rodríguez por rastafari, por andrajoso y lo que es todavía peor: porque les huele mal (ahí iría el racismo implícito y el elitismo explícito). Ya lo dijo Celia Villalobos cuando el muchacho, ilusionado, recogió su acta de diputado al comienzo de la legislatura: “Me da igual que lleven rastas, pero que las lleven limpias para no pegarme piojos”. Desde ese día, el diputado de Unidas Podemos estaba sentenciado.
A sus señorías de la derecha, como creen que las instituciones son suyas, lo que realmente les molestaba era tener que cruzarse cada día con Bob Marley –un símbolo de libertad, contracultura, transgresión y antisistema–, por los pasillos de las Cortes. Les producía urticaria compartir escaño con alguien que representaba la rebelión contra la moda del traje y la corbata (uniforme oficial del comisionista), la subversión contra las normas establecidas, la insumisión contra las buenas costumbres. Les jodía sobremanera ver a un auténtico paria de la famélica legión caminando entre ellos, alternando con ellos, soltando sus discursos y poniéndoles ante el espejo de la verdad, o sea la hipocresía política y social. Demasiada sinceridad para un lugar como el Parlamento que vive de la mentira y la falsedad. Había que echarlo a toda costa, aunque fuese tirando de los archivos de la Brigada Política Social e inventándole un renuncio que no es más que una anécdota en su biografía personal. La propia sentencia del Tribunal Supremo culmina este gran homenaje al esperpento cuando le impone una multa de 540 euros de miseria. Qué delito tan grave que lleva aparejada tan escasa pena.
Lo que queda ahora es el lío monumental en el Gobierno de coalición (eso es justo lo que andaban buscando los muñidores del montaje) y el recurso de Rodríguez ante el Tribunal Constitucional, cuya mayoría reaccionaria seguramente ratificará la injusta condena. Al final, si pretende recuperar los derechos políticos que le han sido vilmente arrebatados, el hombre tendrá que recurrir a los jueces justos de Estrasburgo. Un nuevo tirón de orejas a la Justicia española a la vista. De momento, Rodríguez ya ha pagado la multa, cosa que otros trajeados no hacen cuando los empapelan. Para que luego digan que el muchacho no es honrado y cumplidor.