La negociación entre Gobierno y agentes sociales ha saltadopor los aires tras el fiasco que ha supuesto el clandestino pacto entre PSOE/Podemos/Bildu para derogar lareforma laboral del PP. Elpresidente de la patronal CEOE, Antonio Garamendi, ha dado porsuspendido el diálogo social y ha zanjado la cuestión con un arrogante “que nosigan contando con nosotros”. A los empresarios el regalo del Gobierno les havenido como un maná caído del cielo. Ahora tendrán la excusa perfecta para nonegociar nada con etarras y comunistas, para exigir el despido libre y lavuelta al esclavismo de los minijobs, los salarios tercermundistas y loscontratos basura.
El golpe de efecto que pretendía Pedro Sánchez ha terminado estallándole en la cara y su rectificación tratando de aclarar que la derogación de la reforma no será íntegra sino solo de los “aspectos más lesivos” para los derechos de los trabajadores servirá para poco. A partir de ahora el presidente tendrá que hacer frente a las caceroladas externas de los “cayetanos” y a las internas de unos enfurecidos Pablo Iglesias y Arnaldo Otegi, que ya han anunciado que la derogación será total sí o sí.
Pero más allá del trastorno psicológico de un Gobierno al que le aflora la doble personalidad de vez en cuando, cabe decir que no hay causa más justa que la abolición de una reforma, la de Mariano Rajoy de 2012, que vino a enterrar todas las conquistas laborales de la democracia española. La clave de este nuevo capítulo en la secular guerra entre empresarios y trabajadores, entre ricos y pobres, está sin duda en el infame abaratamiento del despido que aceptó el registrador gallego. Recuérdese que aquella revisión legislativa suprimió la indemnización de 45 días por año trabajado y la fijó en solo 33. Desde entonces, el despido barato ha ahorrado miles de millones de euros en indemnizaciones a la clase empresarial, otra inmensa estafa (además de la que supuso el rescate bancario) que se sustentó en la falacia de que así se crearía empleo, se mejoraría la competitividad empresarial y se superaría la crisis de 2008. En realidad el trabajo que se creó fue de ínfima calidad, la competitividad se mantuvo más o menos igual y millones de españoles siguieron malviviendo como en los peores años del crack.
Todo aquel discurso ultracapitalista bien condimentado por los fraudulentos informes de la patronal, del Banco de España y de las empresas del Íbex35 no hizo más que convertirnos en un país todavía más africano, agravando la desigualdad entre clases sociales y arrastrando a los españoles a la pesadilla del trabajo gratuito, a la inhumana precariedad y a unos salarios de risa, cuando no tercermundistas. El gigantesco “obrericidio” de Rajoy −uno más de aquel eficaz Manostijeras al servicio de los “hombres de negro” de Bruselas− degeneró en situaciones como los sueldos miserables de las kellys limpiadoras del hogar (dos euros la hora); los contratos efímeros por quince minutos; y la explotación a destajo de riders, subcontratados, pluriempleados de sol a sol y falsos autónomos. De paso se liquidó de un plumazo a las clases medias, de tal forma que España acabó convirtiéndose en una satrapía con muchos pobres gobernados por unos pocos ricos.
Con la excusa de que la reformalaboral tenía por objetivo “acabar con la rigidez del mercado de trabajo”,quienes finalmente terminaron “flexibilizados” fueron los propios trabajadores,tan flexibilizados que terminó doblegándose e hincando la rodilla toda la claseobrera. El nuevo marco legal supuso el punto final al Estado de Bienestar y la instauración del catecismo neoliberal, elfamoso “se acabó la fiesta comunista”tantas veces predicado por las gentes del dinero. De alguna manera, aquellapandemia de injusticia social terminó por enterrar un viejo mundo, el de lasocialdemocracia, para dar paso a una nueva era: la del esclavismo tecnológicoen el que todo vale; la de la liquidación de los derechos constitucionales; la dela desrregularización contractual y la desprotección del obrero, convirtiendoel mercado laboral en una especie de jungla de asfalto donde el trabajador escarnaza fácil para las fauces del empresariado sin escrúpulos.
Por ese camino de la vil explotaciónde hombres y mujeres, las filosofías no ya ultraliberales, sino puramentefeudales, se han ido imponiendo en los últimos tiempos. Por eso es tanimportante derogar una ley depravada y perversa que ha llevado tantosufrimiento, tanta amargura y tanta humillación a las clases humildes españolas.Por eso Pablo Iglesias insiste en su órdago a un sistema alienante y cruel quereduce a los trabajadores a la categoría de siervos, como en Metrópolisde Fritz Lang o en los peoresaños de la Rusia zarista.
Más allá del esperpento de la negociación con Bildu; más allá de los errores y rectificaciones del Gobierno, esa ley tiene que caer sí o sí para que se pueda volver a firmar un nuevo contrato social digno y acorde con los tiempos. Ya lo dijo Rousseau: “La ambición devoradora, el ansia de elevar su fortuna relativa, menos por necesidad auténtica que por ponerse por encima de los demás, inspiran a todos los hombres una negra inclinación a perjudicarse mutuamente”. Antes de que llegara Vox, aquella reforma laboral ya había sembrado la semilla del odio entre personas y clases sociales. Ninguna causa será tan justa como la abolición de esa norma inmoral que otorga todos los privilegios a los privilegiados mientras condena a todas las miserias a los miserables. Quememos ya esa papelajo inmundo rubricado por un señor con puro y gafas de culo de vaso que pensaba como en la Edad Media y no veía más allá de sus obtusas narices.