“La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan”. Con estas palabras, pronunciadas en 1950 por Robert Schuman, en aquel momento ministro francés de Asuntos Exteriores, se anunciaba la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), embrión de lo que hoy es la UE. Los socios fundadores –Francia, Alemania Occidental, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo–, pensaron que controlando la producción de las materias primas básicas para la fabricación de armamento se evitaría una nueva guerra en Europa después de las dos que condujeron a más de cien millones de muertos, dejando un paisaje devastado. Y hasta el momento, 74 años después, la idea parece haber funcionado, más teniendo en cuenta que el club se ha ampliado (ya lo forman veintisiete países) y sigue habiendo cola para entrar.
Sin embargo, pese a esa historia de éxito, hay quien parece querer retornar a aquella vieja Europa sacudida por los conflictos fronterizos, por las ambiciones económicas delirantes y el cáncer nacionalista. La UE ha vivido los comicios más importantes de su historia. El 9J, el proyecto europeo se jugaba nada más y nada menos que seguir avanzando en la unidad o implosionar por efecto de los partidos nacionalpopulistas, euroescépticos y ultras, empeñados en recuperar escenarios propios del siglo XX más convulso. La disyuntiva era, por tanto, más Europa o más soberanía nacional de cada Estado; más integración, igualdad y solidaridad común o más aislamiento, más interés particularista, más exaltación de la identidad propia de cada país; en definitiva, más derechos humanos con carácter universal o más patrioterismo localista, ese mal que en el pasado solo trajo a los europeos rencillas territoriales, guerras sangrientas y destrucción.
La campaña electoral fue más polarizada y agresiva que nunca. La extrema derecha, movilizada al máximo, demostró que su auge no es flor de un día, sino una amenaza real que ha llegado para quedarse. En los últimos años, probablemente décadas, millones de europeos se han ido desenganchando del proyecto de la UE. La crisis de la globalización, las sucesivas recesiones económicas con pérdida de poder adquisitivo de las clases más vulnerables, la pandemia, las reformas agrícolas e industriales, la transición hacia una economía verde sostenible como respuesta al cambio climático (una revolución que está causando estragos en las sociedades occidentales), el fenómeno de la inmigración, el Brexit y la guerra en Ucrania, entre otros factores, han ido germinando en un profundo malestar social, en un miedo endémico al futuro de millones de personas y en la desconfianza ante una democracia liberal ciertamente en decadencia. Es decir, el caldo de cultivo perfecto para el resurgir de los populismos demagógicos de antaño. Todo ello aderezado por el discurso falaz que señala a los políticos de Bruselas como parte de una casta de burócratas entretenidos en sus privilegios mientras la agricultura y el campo se hunden, la ganadería desaparece, la pesca languidece y la industria cae en manos de las grandes multinacionales y la deslocalización.
En medio de ese contexto turbulento, en cada país ha ido surgiendo el salvapatrias de turno con aires de revolucionario posmoderno, personajes variopintos de todo pelaje y condición que han logrado resucitar una retórica pseudofascista propia de hace cien años, bien es verdad que retocada, maquillada o tuneada para adaptarla a la mentalidad del ciudadano contemporáneo. Gente sin escrúpulos que, siguiendo la estela del trumpismo yanqui antisistema, ha sido capaz de colocar el falso mensaje de que la socialdemocracia (pilar esencial del Estado de bienestar) es sinónimo de comunismo; que el inmigrante es el gran culpable de todos los males (apocalíptica “teoría del reemplazo”, que anuncia la sustitución del europeo blanco por el negro africano); que un establishment o élite política y financiera conspira en la sombra; y que los valores de la izquierda como la justicia social, la igualdad y el feminismo están superados.
Las alarmas saltaron cuando, tras el recuento de votos, se constató la fuerte subida de partidos xenófobos, nacionalpopulistas y euroescépticos en todo el territorio de la Unión. Especialmente preocupante fue el resultado en Francia (el país de la Ilustración y los derechos humanos), donde el Reagrupamiento Nacional (RN) de Marine Le Pen apuntó a primera fuerza política –llevándose por delante a Macron–, y también en Alemania, donde por primera vez tras 1945 opciones vinculadas con el nazismo, como AfD, volvían a ser mayoritarias entre los votantes. Sin olvidar la consolidación del movimiento ultra en países donde ya gobierna como la Italia de Giorgia Meloni, líder de Fratelli d’Italia y primera ministra del país, o la Hungría de Viktor Orbán (el líder del Fidesz, tradicional aliado de la Rusia de Putin). En todas partes triunfan los cantos de sirena ultraconservadores, en la Polonia de Andrzej Duda (Ley y Justicia); en la República Checa de Petr Fiala (PDC); y en la Finlandia de Riikka Purra (Partido de los Verdaderos Finlandeses, una formación cuyos líderes llaman “monos del desierto” a los musulmanes y “una mala hierba” a los somalíes).
Finalmente, el chapapote ultra quedó a las puertas de las instituciones, ya que los partidos políticos clásicos consiguieron mantener, a duras penas, la mayoría en el Europarlamento, formado por 750 diputados más el presidente de la cámara. El PPE (Partido Popular Europeo) logró 189 escaños (+7) y el 26,25% de los votos; S&D (Socialistas y Demócratas) 135 escaños (-19) y el 18,75% de las papeletas; Renovar Europa 79 (-29) y el 10,97%; CRE (Conservadores y Reformistas, de ideología ultra, grupo en el que se integrará Vox) 73 (+11) y el 10,14% de los sufragios; ID (Identidad y Democracia, otra fuerza de extrema derecha) 58 (-15) y el 8,06%; Verdes/Alianza Libre Europea 53 (-21) y el 7,36%; otros (nuevas incorporaciones) 52 y el 7,22%; NI (No Inscritos) 45 (-12) y el 6,25%; y The Left (La Izquierda) 36 (-5) y un 5% de los votos. De esta manera, los grupos parlamentarios de ultraderecha, en sus diferentes versiones, lograban hasta 178 representantes, de tal forma que uno de cada cuatro diputados pertenecerá a algún partido radical, lo que les dará más posibilidades de bloqueo de las leyes y directivas que se vayan tramitando en el Legislativo europeo.
En cierto modo, la política tradicional formada por populares, socialdemócratas, liberales y verdes logró salvar los muebles, pese al empuje del extremismo, pero ha sido un serio toque de atención. Basta un solo dato para constatar la gravedad de lo que está sucediendo: el populismo nacionalista ha aumentado sus escaños en 14 de los 27 estados miembros, y solo ha retrocedido en tres. En terminología médica, podría decirse que la UE ha sufrido un amago de infarto, y ahora habrá que esperar para ver si el enfermo se recupera o perece de forma irremediable.
Francia en manos del lepenismo
La ultraderecha europea ha mejorado resultados tras el 9J, pero no ha conseguido su propósito de conquistar la Eurocámara para frenar las políticas reformistas que la UE tratará de impulsar en los próximos años, sobre todo las medidas económicas contra el cambio climático, que los ultras califican despectivamente como “la agenda globalista”. El terremoto radical se ha dejado sentir con una inusitada virulencia en Francia, pieza clave del puzle europeo, donde RN, el partido de Marine Le Pen, logra 30 escaños y el 31,5% de los votos, más del doble que los sufragios obtenidos por la coalición centrista de Emmanuel Macron quien, al día siguiente de los comicios, y a la vista de la pérdida del apoyo popular, se vio obligado a convocar elecciones nacionales con carácter inminente. Acorralado por los ultras y con un proyecto político fracasado, no le quedó otra salida que llamar al pueblo a las urnas. La situación era tan sumamente delicada que el propio presidente de la República alertó ante la posibilidad de que Francia termine de forma trágica y violenta. “La respuesta de la extrema derecha divide y lleva a una guerra civil, porque enfrenta a las personas dependiendo de su religión o de su origen”, aseguró Macron.
La avería que se produce en el país de la liberté, egalité y fraternité afecta de lleno a la línea de flotación de Europa, al eje franco-alemán fundador. Si Francia cae en manos del autoritarismo, la UE corre serio riesgo de desmoronarse. Marine Le Pen, hija de Jean-Marie Le Pen, aquel viejo fascista que hace más de medio siglo puso en marcha el nuevo movimiento patriótico francés nostálgico de los tiempos del régimen colaboracionista con los nazis de Vichy, ha logrado que con tres consignas básicas (no a la inmigración, lucha contra la inseguridad ciudadana y bajada de impuestos) cale el mensaje ultra en buena parte de la sociedad. El estilo feroz y agresivo del padre nunca llegó a conectar con la mayoría de los franceses –en 2008 fue condenado por el Tribunal Correccional de París por el delito de apología de crímenes de guerra tras asegurar que la invasión de Hitler “no fue particularmente inhumana”– pero la hija ha sabido mejorar la fórmula, construyéndose un personaje mucho más amable y digerible que no asusta tanto a las clases medias y bajas. Así es el fascismo posmoderno: ya no necesita de militares uniformados dando batidas por la calle a la caza de judíos, rojos y homosexuales; para conquistar el poder y controlar el sistema desde dentro le es suficiente con colocar en el poder a una musa rubia impecablemente vestida y de peluquería con aspecto de honrada madre de familia. Una mujer que habla de una falsa libertad frente a la amenaza comunista que no existe; de la presunta pérdida de poder adquisitivo de las clases medias; del supuesto empobrecimiento de los trabajadores a manos de las élites macronistas; y de un negacionismo del cambio climático que en realidad es un rechazo a la transformación hacia una economía más sostenible del modelo productivo depredador/contaminante propuesto por el capitalismo caduco y agotado. Un batiburrillo ideológico que, debidamente mezclado con el odio a Europa –ese euroescepticismo que subyace a toda ideología extremista–, ha cuajado en buena parte de la ciudadanía.
El auge de la estirpe lepenista no podría entenderse sin el fraude al electorado personificado en la figura de Macron, el prototipo perfecto de político a la baja que prolifera en las decadentes democracias liberales de hoy en día. Desde hace años, RN viene dando toques de atención y advertencias a la maltrecha Quinta República Francesa. ¿Y qué ha hecho durante todo este tiempo el dirigenteliberal para tratar de contrarrestar el drama del retorno a un nuevo fascismo modernizado? Poco o nada. En 2017, la misma noche de su elección como presidente de la nación, Macron lanzó un mensaje grandilocuente a los franceses y a Marine Le Pen: “En los próximos cinco años haré todo lo posible para que ya no tengan motivos para votar a los extremos”, dijo. Obviamente, no lo ha conseguido. Desde entonces, su discurso sobre “la refundación de Europa” ha caído en saco roto, le ha perseguido un escándalo judicial como el caso Benalla (que implica a su responsable de seguridad en un feo asunto de violencia policial durante las manifestaciones parisinas del 1 de mayo de 2018) y sus medidas económicas –como la reforma del Código Laboral, la polémica remodelación de la compañía nacional de ferrocarriles, la subida de impuestos a los precios del combustible, el aumento de la edad de jubilación de 62 a 64 años y su tímida mejora del salario mínimo interprofesional (poco más de cien euros al mes)– no han satisfecho a la población, indignada con la progresiva pérdida de poder adquisitivo y la inflación. Así, el francés ha terminado identificando a Macron con la UE y todo lo que venga de Bruselas termina repudiándose porque huele a macronismo.
Pero, sin duda, donde más crece el discurso antieuropeísta es en el terreno de la inmigración, un capítulo que la extrema derecha francesa y europea ha logrado instrumentalizar hasta transmitir la falsa sensación de que, a mayores bolsas de extranjeros, mayor inseguridad ciudadana. Muchos en el país vecino están hartos de los suburbios de las grandes urbes convertidas en auténticos guetos como el de Marsella, los tristemente célebres banlieues, periferias abandonadas donde triunfan las ideas segregacionistas de Le Pen. Se cree que, en esas zonas, un tercio de sus 4,5 millones de habitantes vive por debajo del umbral de la pobreza. Hace un año, la muerte de Nahel Merzouk, un joven de origen magrebí de 17 años abatido a tiros por un policía en Nanterre (a las afueras de París), prendió la mecha del estallido social, que se prolongó durante semanas de ira, altercados y violencia. Hubo huelgas, refriegas entre manifestantes y antidisturbios, robos en comercios, asaltos a edificios públicos y viviendas, barricadas, incendios... El caos. Ardió París y toda sede oficial que representara al Estado fue objetivo potencial de los manifestantes (ayuntamientos, comisarías, transportes públicos…) También se saquearon los centros comerciales. Más de 45.000 policías se movilizaron, hubo cientos de detenidos y alguna que otra muerte no suficientemente aclarada a manos de los agentes del orden. Aquel homicidio terminó por fracturar Francia. La partió en dos: a un lado, los defensores de la inmigración, de la integración y de los derechos civiles; al otro, quienes apuestan por la mano dura y la brutalidad policial. El problema racial se ha convertido en un auténtico asunto de seguridad nacional y de elemental convivencia. El ultra Éric Zemmour, presidente del partido Reconquista, advierte de que “Francia podría convertirse en república islámica si seguimos en esta dirección” y propone un Ministerio de Reemigración para expulsar a todos los extranjeros de forma automática y sin recurso alguno. La islamofobia avanza a pasos agigantados y pese a que el país cuenta ya con varias generaciones de inmigrantes (algunas de los cuales han hecho ganar campeonatos mundiales de fútbol a la selección francesa), la integración plena sigue siendo una quimera, una utopía. Es evidente que el sistema ha fallado, de ahí que Macron haya advertido de los peligros de una guerra civil.
Jordan Bardella, mano derecha de Le Pen, ha hecho del “control” de la inmigración el eje central de su programa electoral, ya que, según afirma no sin sarcasmo, no se trata de un tema que divida a los franceses, sino que “los une”. RN ha empezado a lanzar todo tipo de propuestas que hace solo unos años, antes del auge de la extrema derecha, parecían propias de los tiempos de los Estados autoritarios y policiales. Eliminar el derecho de nacionalidad a quienes nazcan en territorio francés, recuperar el delito de “residencia ilegal” y ampliar los períodos de detención administrativa por encima de los tres meses son solo algunas de las medidas que se han puesto encima de la mesa. Más autoridad frente a la permisividad del multiculturalismo propugnado por la UE en las últimas décadas; más represión que empieza a ser tolerada, e incluso demandada sin complejos, por una sociedad que ha sido duramente castigada por los atentados terroristas de corte yihadista en los últimos años. Francia es uno de los países occidentales donde más ha actuado el Daesh. En 2015, los asaltos contra la revista satírica Charlie Hebdo y contra la sala Bataclán ocasionaron la muerte de 149 personas. En 2016, además de otros ataques contra un sacerdote y varios policías, fue perpetrado el atropello masivo de Niza, que se saldó con 89 víctimas mortales. El medidor de alerta antiterrorista se mantiene desde entonces en niveles máximos y la gente convive con el terror. Ningún país sale mentalmente sano de ese ambiente de guerra permanente. Y con esa mezcla de miedo y recelo al extranjero, más una buena dosis de euroescepticismo, es como Bardella ha arrasado en la primera vuelta de las elecciones legislativas a la Asamblea Nacional. Reagrupamiento Nacional y sus aliados obtuvieron el 33% de los votos. El bloque de izquierdas, agrupado en torno al Nuevo Frente Popular, consiguió el 28%, y el partido centrista de Macron, el 20%. Sin embargo, en la segunda vuelta se produjo el milagro y la coalición progresista se alzó con la victoria contra todo pronóstico. Francia, una vez más, había frenado a la hidra de múltiples cabezas en el último momento y cuando nadie lo esperaba.
Las elecciones del 7 de julio pueden suponer, sin duda, un cambio de tendencia. No pocos expertos pronosticaban que, tocado uno de los polos del eje franco-alemán, el final de la Unión Europea, tal como la conocemos en la actualidad, era solo cuestión de tiempo. Un triunfo de Le Pen la hubiese catapultado al poder total en las elecciones presidenciales de 2027. Y una Francia aliada de la Rusia de Putin (la líder de RN ha prometido que cortará todo suministro de armas a Ucrania) hubiese supuesto la estocada final para la UE. Habrá que esperar para ver cómo evoluciona, en lo ideológico, la dirigente reaccionaria, una mujer que se ha revelado pragmática, astuta y no carente de habilidad a la hora de fijar la estrategia política. Una Le Pen virando hacia cierto europeísmo sería un mal menor; una Le Pen dispuesta a romper el Tratado de Roma sería una tragedia para la vieja Europa.
El macronismo nació como una especie de tercera vía, un intento de superación de los bloques tradicionales anteponiendo un liberalismo moderado al frentismo y la polarización. Pero es evidente que su movimiento supuestamente atemperado basado en eslóganes fáciles como “ni rojos ni azules, ni fachas ni progres” (bautizado como ¡En Marcha!, y que en España quiso implantar Albert Rivera con el hoy extinto Ciudadanos) no ha funcionado (demostrándose una vez más que Francia no es país para tres partidos). En realidad, ese centro tibio que ha abanderado el dirigente francés no ha existido nunca, ya que sus políticas siempre han estado más cerca del conservadurismo clásico que de posiciones reformistas. Y poco a poco, elección tras elección, el fraude electoral ha ido quedando al descubierto a ojos de los franceses, que han terminado por caer en la extrema derecha por pura rabia como solución a la desesperada. Si los ultras van contra el sistema y Macron es la quintaesencia del mismo, ahí está la razón principal del descalabro del macronismo, sin entrar en otras consideraciones como el factor humano: la arrogancia del presidente galo, propia de un latin lover con demasiadas ínfulas (y perfume), no ha ayudado precisamente a contener la furia social capitalizada finalmente por Le Pen.
La extrema derecha ha sabido rentabilizar todo ese descontento popular contra el Gobierno organizando protestas ciudadanas como la de los “chalecos amarillos”, disturbios en París con claros tintes delincuenciales y movilizaciones de trabajadores como las protagonizadas por los agricultores y ganaderos, convenientemente seducidos por el chovinismo racista, el patrioterismo de baja estofa y el recelo contra los productos agrarios españoles. Detrás de todas estas acciones callejeras ha estado, lógicamente, la mano más o menos invisible de la extrema derecha y del clan Le Pen, que ha sabido agitar el malestar y sincronizar la hora final de la democracia tal como la conocemos, ya que lo que viene después promete ser una suerte de autoritarismo posmodemocrático, tal como lo define el analista Josep Ramoneda. Hoy, millones de franceses siguen como un solo hombre a la lideresa ultra, que se permite dar órdenes como la de volcar todo camión con fruta y verdura española que pase por la frontera, un remake de aquellos tiempos de la agria guerra del campo franco-española. Una vez más, vuelve a cumplirse una regla de oro: a menos Europa, más nacionalismo y más odio entre países. Cuando la unidad salta por los aires, aparecen los conflictos de antaño que parecían felizmente superados. Todo ello conduce a situaciones paradójicas, grotescas, como el hecho de que, tras la fusión de Vox con la internacional ultra lepenista, cualquier agricultor español simpatizante de Santiago Abascal estará votando, quizá sin saberlo, a Reagrupamiento Nacional, precisamente el partido que hace rodar sus cajas de tomates por los suelos en las carreteras francesas. Puro surrealismo.
De alguna manera, el macronismo ha abierto la puerta al nuevo fascismo posmoderno y ahora ya es tarde para casi todo. Frente a la amenaza ultra, la izquierda busca soluciones a la desesperada como la fundación del Nuevo Frente Popular, llamado así en honor a aquel movimiento francés creado en 1935 con el que se trató de frenar, en vano, el fascismo. La plataforma que ha concurrido a las elecciones del 30 de junio ha sabido aglutinar a Los Ecologistas, a La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, al Partido Comunista Francés, al Partido Socialista, a Génération.s, a la Izquierda Republicana y Socialista y a otras pequeñas asociaciones cívicas. ¿Pero cuánto tiempo durará una alianza de emergencia entre grupos que se odian y con programas ideológicos tan divergentes cuyo punto en común más importante es tratar de luchar contra un monstruo que crece sin parar? Nadie lo sabe.