Europa: retorno al pasado (II)

La desidia de la UE en la defensa del Estado de bienestar ha permitido el ascenso de la extrema derecha en todo el continente

16 de Septiembre de 2024
Actualizado a las 12:26h
Guardar
retorno al pasado Marine Le Pen en una imagen de archivo. Europa
Marine Le Pen en una imagen de archivo.

Tras la derrota de Hitler en 1945, Europa pensó que el fascismo era cosa del pasado. Sin embargo, un siglo después, sus ideas retornan con fuerza a Alemania. La xenofobia y el racismo, dos características de la extrema derecha euroescéptica, también se abren paso en un país que ha vivido ochenta años lastrado por el sentimiento de culpabilidad del Holocausto judío. Las ideas negacionistas, revisionistas de la historia y conspiranoicas han calado hondo, resucitando el fantasma del nazismo hasta cuajar en las urnas. El 9J, Alternativa para Alemania (AfD), una formación que reivindica el pasado y el orgullo alemán, consiguió el 16 por ciento de los votos, un resultado que ha dejado atónitos a los demócratas. Y todo ello pese a que, durante la campaña, este partido posfascista protagonizó sonoros escándalos de todo tipo. A solo dos semanas para la crucial cita con las urnas, Maximilian Krah, principal candidato de la formación, aseguró que “nunca diré que todos los que llevaban un uniforme de las SS [la organización paramilitar, policial, política, penitenciaria y de seguridad al servicio de Adolf Hitler], eran automáticamente criminales. Ciertamente, había un alto porcentaje de criminales, pero no todos eran criminales”, afirmó. Las declaraciones provocaron un fuerte terremoto en la opinión pública alemana, siempre sensible a los asuntos relacionados con el nazismo y el Holocausto judío, y el partido se vio obligado a restringir las apariciones públicas de su candidato.

La medida se tomó tan solo un día después de que los líderes de RN y la Liga del italiano Matteo Salvini rompieran relaciones con el partido ultra alemán en el Parlamento Europeo. Krah, que a mediados del mes de abril ya se vio envuelto en otra polémica por la implicación de uno de sus asesores en un supuesto caso de espionaje para China, representa lo peor de la nueva extrema derecha europea. En cualquier caso, entre los alemanes se está imponiendo una idea perversa: esa que les lleva a pensar que están contribuyendo injustamente, con sus impuestos directos, al desarrollo de las regiones más atrasadas de Europa. Hace tiempo que muchos ciudadanos de la Europa rica y opulenta concluyeron que cualquier política de solidaridad con los países menos industrializados es sencillamente un robo a sus bolsillos. Alemania empieza a estar cansada de ser el motor de la economía continental, además del banco caritativo que paga los desmanes y la incompetencia de los PIGS, esos países meridionales que como Portugal, Italia, Grecia y España viven de los fondos estructurales, gran pozo de la corrupción. El supremacista, alemán, francés u holandés, cree que la culpa de su crisis viene de abajo, en buena medida de las “garrapatas del sur”, como dicen despectivamente algunos líderes posfascistas, no sin hacer gala de un nauseabundo segregacionismo. No hay euroescéptico que no lleve dentro de sí a un xenófobo; no hay nacionalista por cuyas venas no corra la sangre racista, y eso ocurre porque hace tiempo se impuso, como un veneno letal, el bulo de que Europa la sostienen los países más desarrollados a costa de la indolencia, la ineptitud y la vagancia de los vecinos mediterráneos. La quiebra de la UE tiene mucho que ver con ese tipo de leyendas negras victimistas propagadas desde hace décadas por las élites de la extrema derecha mundial.

Tras Francia y Alemania, Italia es el tercer vértice en el maldito Triángulo de las Bermudas que conduce directamente a la Europa del pasado. A primeros de mayo, la ciudad de Milán asistió a una escena que hizo estremecer a la sociedad italiana por su parecido con aquella Marcha sobre Roma que llevó al poder a Benito Mussolini, dirigente del Partido Nacional Fascista, el 27 de octubre de 1922. “Escoltados por la policía, más de mil miembros de la extrema derecha marcharon con antorchas por las calles de Milán antes de realizar el saludo fascista”, informó la prensa transalpina. El resurgir ultra ha sido capitalizado por la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, líder del partido Fratelli d’Italia (una formación nostálgica de los tiempos del Duce), que también ha obtenido unos buenos resultados el 9J, aunque no tan rotundos como esperaba la primera dama. De hecho, los números no le han dado para convertirse en la nueva presidenta de facto de la UE en sustitución de Ursula von der Leyen, tal como había planeado antes de consumar el golpe de timón en Bruselas. En los días previos a los comicios, tras algunas encuestas algo desacertadas que auguraban un tsunami de los antisistema, Von der Leyen llegó a afirmar, para sorpresa de los demócratas, que sería necesario negociar “fórmulas de coalición” con la musa italiana, saltándose el cordón sanitario a la extrema derecha. Los peores augurios demoscópicos finalmente no se cumplieron y en la primera reunión de los jefes de Estado y de Gobierno, Meloni cosechó una sonora derrota, ya que las fuerzas democráticas la dejaron fuera del pacto para la renovación de los altos cargos comunitarios.

Según testigos de la cumbre, a la dirigente de Fratelli se la vio visiblemente enfadada (junto a un también furioso Viktor Orbán) tras ser apartada de la dirección de las instituciones. Pronto, en los incipientes contactos entre primeros ministros, se percibió que la ultraderecha no iba a poder imponer su hoja de ruta, y que quienes tomaban el mando de las operaciones eran el canciller alemán, Olaf Scholz; el presidente español, Pedro Sánchez; el primer ministro griego, Kyriákos Mitsotákis; y la estonia Kaja Kallas. El plan extremista para liquidar la Europa de la democracia, de los derechos humanos, de la transición ecológica y de la solidaridad interterritorial, había fracasado.

Una semana después de que los ciudadanos acudieran a las urnas, los líderes de la UE seguían siendo los mismos. Meloni tenía aspiraciones de entrar en la terna (Comisión, Consejo o Alto Representante para Asuntos Exteriores), pero fue desplazada en el último momento. ¿Había funcionado el cordón sanitario? ¿Se había urdido un complot para aislar a la emergente política reaccionaria romana? Eso parece. Tras los comicios, populares, socialdemócratas, liberales y verdes (la política clásica) lograron mantener la mayoría en la Eurocámara pese al empuje de la extrema derecha. Uno de cada cuatro europeos había apostado por opciones nacionalpopulistas, pero ese resultado no fue suficiente para que los ultras tocaran la cúspide del poder. Es cierto que partidos como Fratelli, Reagrupamiento, Afd o Vox podrán bloquear iniciativas parlamentarias, pero solo será cuando la derecha convencional se alíe con ellos, cuando les dejen sentarse a la mesa. Por sí solos, los extremistas tendrán poco que hacer.

Ahora que Ursula von der Leyen le ha dado calabazas a Meloni, como suele decirse, la dirigente italiana empieza a tomar conciencia de que no ha alcanzado el poderío que predecían algunos sondeos de campaña. Una cosa es mostrarse como un fiero antisistema dispuesto a destruir Europa desde dentro cuando se está en la oposición (ese es el sueño de todo ultra que se precie) y otra muy distinta hacer política real en las instituciones. Cuando se llega arriba es preciso negociar, tejer alianzas, alcanzar acuerdos, y ello requiere de un ejercicio notable de moderación. Quizá sea ese baño de realidad el que ha llevado a Meloni, al igual que a otros líderes de la extrema derecha como la propia Le Pen, a abandonar posiciones maximalistas propias del fascismo del pasado, virando hacia zonas ideológicas más templadas por razones de pura supervivencia política. Una buena parte de la ultraderecha europea empieza a convertirse en “ultraderechita cobarde”, por utilizar los términos despectivos que a menudo emplea Santiago Abascal, caudillo de la nostalgia española, para referirse al PP de Alberto Núñez Feijóo. De alguna manera, podría decirse que los exaltados herederos de Donald Trump llegaron a la vida pública con una lata de gasolina en una mano y la mecha en la otra, dispuestos a quemar el Reichstag por segunda vez, pero pasado un tiempo la excitación pirómana ha cedido un tanto y empiezan a convertirse ellos también en casta, en sistema, en establishment.

Meloni no atraviesa por sus mejores momentos. Aunque es cierto que Bruselas parece dispuesta a comprarle su severo plan antiinmigratorio, para que los peticionarios de asilo sean desplazados a terceros países fuera de la UE, sus políticas nacionalistas y xenófobas no terminan de cuajar. Recientemente, la izquierda italiana ha ganado las elecciones municipales celebradas en un centenar de ciudades, aunque la gran protagonista fue la abstención, ya que uno de cada dos electores se quedó en casa. La extrema derecha italiana está en pleno auge. Pero no tanto como parece.

Se acabó la fiesta. El futuro de Europa

Cabría preguntarse si el macronismo, como expresión máxima de la decadencia de la democracia liberal moderna, tiene su franquicia en el socialismo sanchista español, que también pasa por horas difíciles. No se puede ocultar que el mismo modelo de desestabilización social que se ha aplicado en Francia lo ha sufrido el Gobierno de coalición en Madrid, sometido a una maniobra de acoso y derribo por tierra, mar y aire, en los últimos meses. Las revueltas de transportistas, agricultores, policías y otros colectivos supuestamente manipulados por sindicatos ultras (cuando no por organizaciones patronales) tienen demasiado en común con los movimientos populares antisistema que se mueven por el norte del continente (véase la protesta de los chalecos amarillos). Vox ha sabido canalizar todo ese descontento social, pero últimamente le ha salido un duro competidor.

En efecto, el agitador Alvise Pérez le amargó la noche electoral al principal partido ultra español que trata, a duras penas, de emular las hazañas de Le Pen en Francia y Meloni en Italia. Se Acabó la Fiesta (SALF), un fenómeno surgido en las redes sociales, cosechó un sorprendente resultado el 9J: tres escaños, el fruto de los 800.000 votantes que depositaron su papeleta en esta sui géneris formación de corte rupturista cuyo símbolo es una rara ardilla. Pérez es el típico agitador influencer criado en la escuela tuitera tan de moda en nuestros días. Analista y consultor, dio el salto a la política como asesor de Toni Cantó, el controvertido actor metido a diputado de Ciudadanos. Forjado en las técnicas de agitprop (agitación y propaganda con reminiscencias goebelsianas) SALF huele a más populismo de extrema derecha. Otra vuelta de tuerca contra el sistema tras la crisis provocada por la pandemia y la degradación del capitalismo globalista. Casi un millón de votos y tres eurodiputados no es como para tomárselo a broma y lógicamente en Vox, que ha mejorado resultados pese a no haber logrado superar el objetivo de los 7 escaños que se había propuesto, han saltado todas las alarmas. ¿Quién es este muchacho que nos está comiendo la tostada, en este caso tres tostadas?, se preguntan los prebostes cariacontecidos del partido verde. ¿De dónde ha salido este que está mejorando nuestra fórmula del populismo barato y de garrafón sin apenas recursos financieros, sin apoyo logístico, sin estructura de partido y solo con la plataforma X, antes Twitter, como altavoz de su programa político?, se cuestionan otros rascándose el cogote.

El trumpismo, nacionalpopulismo posdemocrático o nuevo fascismo posmoderno, como quiera llamarse a este fenómeno que adquiere ya tintes de auténtica revolución sociológica, muta vertiginosamente, y cada día aparecen nuevos oportunistas, buscavidas, charlatanes y gente sin oficio ni beneficio que se prueban en el gran circo de la política. Hombres y mujeres atrabiliarios y con escaso bagaje intelectual a los que les basta y les sobra con un uso torticero de la retórica para alcanzar elevadas cuotas de poder. Hay quienes los consideran parte de la política friqui de nuestros días, comparando a Alvise con aquel subversivo Rodolfo Chikilicuatre que se paseó por Eurovisión (la UE musical) para reírse de todo y de todos. Sin embargo, conviene no menospreciar al engendro, ya que detrás puede haber más, mucho más de lo que parece. Grupos mediáticos y financieros, oligarcas y hasta terceros países interesados en financiar a estos movimientos capitaneados por personajes habilidosos y sin escrúpulos con gran olfato y destreza para la polémica que saben sacarle el máximo rendimiento al descontento social y al radicalismo hater. Uno no arrastra a cientos de miles de seguidores así por las buenas. Hay que valer.

Por alguna razón, bien porque Abascal no atina a dar con la tecla, bien porque el Partido Popular aznarista (encarnado en Isabel Díaz Ayuso) sigue haciendo las veces de gran reserva espiritual ultraderechista ibérica, lo cierto es que el proyecto patriota no termina de despegar. En España no se atisba cercano en el horizonte el cataclismo acontecido en Francia, seguramente porque sigue demasiado reciente el traumático recuerdo de la dictadura de Franco. Llegan unas elecciones, como las del 9J, y Vox sube un par de escaños, despertando la ilusión de los nostálgicos; pero a la siguiente cita con las urnas muchos votantes vuelven al redil de Génova o buscan nuevas experiencias y aventuras en otros partidillos liderados por aprendices de Abascal más perfeccionados, más avezados, más duchos. De modo que, con tanta mutación vírica, sigue sin cuajar el neofranquismo (algo por lo que, sin duda, tenemos que felicitarnos).

Ser un antisistema se ha convertido en algo excitante para mucha gente hastiada de todo. La democracia, con sus elecciones rutinarias cada cuatro años, es aburrida; genera confort y bienestar social, pero mata los sentimientos viscerales, nacionalistas, exacerbados. El movimiento ultra proporciona aventura, riesgo, el placer de ir a contracorriente. Uno puede decir lo que le venga en gana (sea verdad o mentira, eso es lo de menos, le ampara la libertad de expresión), hundir las reputaciones ajenas que le apetezca y poner en solfa todo lo bueno del sistema sin que ello tenga consecuencia alguna. Nada malo le ocurrirá. Alvise no es más que uno de tantos arribistas que ven en la política la manera de medrar con un “chiquipartido”. Alumnos de la mediocridad pero que tienen suficiente con dar con la fórmula adecuada, con captar millones de seguidores en redes sociales y a por el escaño (con jugosa nómina) en Bruselas. No hace falta demasiada infraestructura de partido, ni capacidad de trabajo, ni excesivos conocimientos políticos, ni siquiera un programa electoral. Basta con abrir una cuenta en X, antes Twitter (ese altavoz antidemocrático marca Elon Musk), y manejarse con mediana destreza en el arte del bulo, el insulto y el improperio. Basta con poseer algo de talento para mentarle la madre al socialista de turno, a la casta izquierdista o a la élite que nos manipula en la sombra (ese manido cuento que, por lo que sea, siempre funciona). La mayoría de los aprendices de brujo de esta hornada de instalados/improvisados de la nueva política pasa con más pena que gloria, pero alguna vez la flauta suena por casualidad y el flautista de Hamelín consigue conectar con el auditorio ocioso de las democracias liberales que sestea al otro lado del teléfono móvil o de la pantalla del ordenador, esperando que un ácrata subversivo les enchufe la debida dosis de adrenalina. Entonces surge la maravillosa chispa. Entonces se produce el milagro del odio, que es como una corriente electromagnética irresistible entre el gurú de la secta y el nuevo adepto. Alvise no solo muerde al progre sino a la derechita cobarde y, ya puestos, a la “ultraderechita” cobarde también. Siempre se puede ir más al extremo.

El movimiento SALF pretende ser transversal, agrupando a nostálgicos del franquismo, fanáticos religiosos, activistas contra el aborto, maltratadores hartos del feminismo, marginados de las bolsas de pobreza, agricultores empobrecidos de la España Vaciada, ganaderos venidos a menos por las directivas comunitarias, tractoristas con malos humos empeñados en acabar con la Agenda Verde 2030, policías mal pagados y resentidos, conspiranoicos, terraplanistas, antivacunas y negacionistas anticientíficos de todo tipo. Uno de cada cuatro europeos ha votado por este tipo de opciones radicales, ultras y antisistema (espontáneas o financiadas por grupos secretos) que tratan de destruir la democracia desde dentro, quizá para implantar regímenes iliberales. Un seísmo de época en el que el voto joven ha sido determinante, otro fenómeno que tiene noqueados a los sociólogos. ¿Cómo puede ser que las nuevas generaciones (curiosamente esas que se han educado en libertad, con buena escuela pública y gratuita y beneficiándose de las becas Erasmus) voten por partidos de extrema derecha como SALF? Es evidente que buena parte de la juventud ya no sintoniza con el discurso de una Europa unida a salvo de los conflictos bélicos del siglo XX. Este segmento poblacional apenas tiene memoria del pasado, no le interesa la historia y la idea de la UE, que no comprenden, les huele a montaje de las élites o a cosas antiguas. Al contrario, se excitan con el ciberfascismo que se promueve en las redes sociales, con las viejas banderas y con un patrioterismo febril, el que les vende el establishment ultraderechista político y financiero. Lejos queda ya aquel Mayo francés, la izquierda contracultural, la última esperanza de la revolución.

Según recientes encuestas, el 35 por ciento de los jóvenes dice no sentirse representado por la Unión Europea. Y un 25 por ciento abogan por que su país salga del club de los Veintisiete. Los varones son más euroescépticos que las mujeres y la desafección es directamente proporcional a la edad. Cuanto más joven, más desapego. Un dato resulta demoledor: en las semanas previas al 9J, solo 3 de cada 10 jóvenes entre 18 y 30 años sabía que había elecciones. Un 68 por ciento declaró que no iría a votar, aunque paradójicamente el 65 por ciento dijo sentirse cómodo en la UE porque ello proporciona derechos y privilegios que la gente no disfruta en otros lugares del planeta. Es decir, hay conciencia de la importancia de pertenecer a Europa para las cosas prácticas como la libre circulación a la hora de viajar, la suerte de los fondos de ayuda y las becas Erasmus, pero el sentimiento propiamente europeo, como pertenencia a una comunidad política, económica, cultural y social, es difuso o muchos simplemente no lo tienen.   

Entre los factores que explican este desinterés figura, sin duda, el desconocimiento de cómo funcionan las instituciones europeas, el hartazgo contra una clase gobernante incompetente o corrupta que se ha convertido en parte del problema, más que de la solución, y en general el desapasionamiento por la política. La UE es consciente del drama que supone que las nuevas generaciones vivan de espaldas a la historia de Europa (creen que su voto es inútil) y ha empezado a mover ficha con la reciente campaña #UsaTuVoto, un documental sobre memoria histórica. En esa filmación, de apenas cuatro minutos, se recogen testimonios de supervivientes de la Segunda Guerra Mundial y de la represión fascista ante un auditorio formado por los nietos de los participantes. “Aún puede ser real que ocurra otra guerra. La democracia no está garantizada. Hay que enseñar a los jóvenes que puede desaparecer”, asegura Franco Pedercini, desde Bruselas, en un reportaje para el diario El País. Este superviviente italiano nació en 1944, cuando la guerra tocaba a su fin. “Viví la posguerra y una Europa destruida. Tuvimos que aprender a sobrevivir”, relata. El fantasma de los viejos conflictos territoriales puede resucitar en cualquier momento y no es descabellado pensar que algún día aparezca en escena un nuevo iluminado alemán empeñado en ir a la guerra contra Francia, otra vez, para recuperar Alsacia y Lorena.

No parece que las medidas a la desesperada puestas en marcha por la UE, tras años de abandono de la memoria histórica, vayan a provocar un repentino enganche de los más jóvenes al proyecto de construcción europea. Sobre todo, porque la inmensa mayoría de los chicos mayores de 18 años eligen las nuevas plataformas y tecnologías digitales para informarse, ya no compran libros ni periódicos. TikTok, con sus bulos y desinformación, ha sustituido a la prensa tradicional. Y ya se sabe que, sin formación, sin información y sin cultura, no hay democracia. En esos inframundos ideológicos se propalan toda clase de historias tóxicas, como la nefasta idea de que una dictadura es moralmente aceptable siempre que cubra las necesidades básicas de la población y garantice unos recursos mínimos para sobrevivir. Retorna pues aquella máxima del fascismo, más pan y menos libertad, más orden y menos democracia, y trágicamente lo hace de la mano de la juventud confusa y desnortada ante el futuro incierto del planeta.

No hay discurso democrático que pueda contrarrestar el odio de miles difundido como el ideario de una gran secta a través de las redes sociales (también por algunos periódicos digitales de la caverna y algunas antenas radiofónicas que trabajan ya, con descaro y sin complejos, a favor de la obra ultra). Abascal, y también Alvise, están lejos aún de lograr el éxito de Le Pen o Meloni y debemos felicitarnos por ello. Pero la sensación es que la partida no ha hecho más que comenzar y que, descartado ya el cordón sanitario contra los fascistas (el mayor error político de Feijóo, que les ha abierto la puerta de las instituciones), es solo cuestión de tiempo que el chapapote nos llegue con una fuerza arrolladora. Que de momento la enfermedad solo esté dando la cara con algo de fiebre en nuestro país no es como para estar tranquilos. El votante de derechas irá virando poco a poco hacia posiciones más intransigentes y radicales; el de izquierdas se irá disolviendo en una socialdemocracia aguachirle que ofrece mucho debate metafísico/teórico y escasas soluciones a las cosas del comer. Será dentro de cuatro años, o de ocho, pero el mal explotará con toda su fuerza y vigor.

Ante tales amenazas, cabe preguntarse por el futuro de la UE. Esta Europa ya no tiene nada que ver con la de 1950 (sacudida por el horror de las bombas), de modo que solo unas políticas activas y ambiciosas y unas reformas en profundidad podrán curar los trastornos que padece. En uno de sus informes –El futuro de la Unión Europea (Carlos Closa e Ignacio Molina)– el Real Instituto Elcano propone medidas sociales concretas para recuperar la confianza de los ciudadanos como luchar contra la desigualdad; progresar en el reparto de la riqueza (persecución del fraude y los paraísos fiscales); y avanzar en un mercado laboral más justo. Para volver a reconstruir un sueño maltrecho y al borde del fracaso, Bruselas tendrá que hacer esfuerzos como potenciar los valores democráticos y el concepto mismo de ciudadanía europea. También aumentar el gasto social y los fondos estructurales de cohesión, sobre todo en aquellas regiones más pobres; profundizar en la transformación posindustrial y en el desarrollo empresarial y científico (impulsando proyectos como el Silicon Valley europeo en red); diseñar una política de inmigración y asilo común bajo los principios de integración e inclusión del extranjero (teniendo en cuenta que Europa envejece a marchas forzadas y a lo largo de este siglo precisará de 50 millones de trabajadores para seguir manteniendo su actual nivel productivo y su sistema de jubilaciones y prestaciones sociales); luchar eficazmente contra los discursos de odio y desinformación (ya se han emitido las primeras directivas comunitarias al respecto); avanzar hacia una política tributaria y judicial común (Código Penal único, cuerpo de jueces, fiscales, policías y funcionarios al servicio de la UE); perseguir la corrupción política y financiera (origen de buena parte de la desafección ciudadana); incluir una asignatura sobre conocimiento de Europa y memoria histórica en las escuelas públicas europeas; y articular una política exterior y de defensa común (Ejército propio) frente a las amenazas emergentes como la Rusia de Putin. Todo ello pasa por dar, de una vez por todas, el “gran salto adelante” que viene faltándole a la UE desde hace décadas, superando el modelo de simple unión monetaria (una herramienta al servicio de las grandes corporaciones bancarias y financieras) y consolidando un Estado federal y descentralizado propiamente dicho al servicio del ciudadano. Ello supone, lógicamente, restar soberanía nacional de cada Estado miembro y transferirla a un ente con entidad política y jurídica supraestatal, algo a lo que se opone con rotundidad la nueva extrema derecha internacional. Ante esa tesitura, y a la vista de los últimos resultados electorales alarmantes, solo caben dos caminos: revitalización o colapso. Renovarse o morir.

Lo + leído