Íker Jiménez es un magnífico comunicador. Puede ser su impostado gesto de interés o esa voz cálida y profundamente radiofónica con la que la naturaleza tuvo a bien bendecirlo, no lo sé. Tal vez es la forma en que estructura la narración de sus historias o ese contagioso aire de chiquillo emocionado que espía por el ojo de la cerradura algo que no debería estar viendo. Es una de esas personas que parecen haber nacido para contar historias, no tanto un periodista como un narrador, pero eso sí, un narrador de casta.
No hay nada malo en que alguien se gane la vida contando historias delirantes, menos aún si tiene talento para ello. El problema surge cuando se intenta pasar como información, como periodismo, lo que no es más que mero entretenimiento, cuando no mercadotecnia. Está bien que Stephen King escriba It (y lo amamos por ello), pero estaría algo peor que la vendiera como un documental, vamos.
Algo así fue lo que hizo Íker Jiménez allá por el año 2005. Por entonces, aparecieron en su página web unas fotografías de un camposanto de Ávila en las que se podía ver a unas niñas que “no estaban allí” jugando al corro. Había otro fantasma, más tímido, que asomaba por detrás de una lápida y, por si faltaba algo, había una fosa común de fusilados y “una pared en la que aún se ven las marcas de las balas”. Faltaba el Necronomicón.
Él y su equipo se negaron a revelar la ubicación del cementerio y a facilitar las fotos. Algo olía a podrido, pero cada sábado, Iker Jiménez contaba cómo se había obsesionado tanto con el tema que había empezado a escribir una novela basándose en aquella investigación. ¿El título? Camposanto, por supuesto. Vio la luz aquel mismo año y al poco se descubrió que todo era una gran campaña de marketing. Ese día cruzó una línea sin retorno, aunque intuyo que no fue la primera. Véanse, por ejemplo, los casos de Bélmez, Verónica o Ivan Istochnikov, el cosmonauta soviético “borrado de la historia” y sobre el que no les voy a hacer spoilers.
¿Cómo llega un tipo sin credibilidad a referente en medio de una crisis sanitaria? Su estilo es la clave: para no dejarse la (poca) reputación en el camino, Íker Jiménez usa invitados. Cada uno de ellos sostiene una postura diferente y, en el intercambio de ideas, se afirman así todo tipo de cosas. Él nunca cuestiona los disparates, ni quita la razón a nadie: su rol es parecer muy interesado y hacer algunas preguntas no muy duras para sonar a periodista.
Y cuando pasa una de las mil cosas predichas, porque por estadística tiene que ocurrir alguna, se fían al olvido las restantes y se cargan tintas en la acertada, un viejísimo truco de adivino. Vean si no sus programas de febrero de este año, en los que se dijo, entre otras: que la pandemia iba a ser una anécdota, que iba a golpear con dureza en España, que era poco más que una gripe, que iba a haber miles de muertes, que apenas habría muertes, que sería un fenómeno global, que no saldría de Wuhan y así sucesivamente.
¿Saben qué? Acertaron.
Que un personaje que debería tener la credibilidad de un vendedor de crecepelo sea aupado por muchas personas y no pocos medios de comunicación –curiosamente, de la caverna mediática o sus inmediaciones– como un referente de honestidad periodística e independencia informativa es un insulto a los verdaderos periodistas. A esos que no citan al sujeto A cuando afirma que está soleado y al sujeto B cuando cuenta que está lloviendo; a esos que, en suma, abren la ventana para mirar si llueve.