A Casado no le preocupa acabar con la corrupción, solo liquidar a Díaz Ayuso

18 de Febrero de 2022
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Pablo Casado y Díaz Ayuso, en una imagen de archivo.

Hace días que venimos sosteniendo que Pablo Casado está perdiendo la batalla de la opinión pública en su duelo fratricida contra Isabel Díaz Ayuso. El todavía líder del Partido Popular pensó que tirando de la manta, dejando al descubierto el Mascarillagate (un asunto de trato de favor con supuestas comisiones para el Hermanísimo de la lideresa) asestaba un golpe mortal a la carrera de su principal rival y competidora en la pugna por el liderazgo del partido. Sin embargo, una vez más, los cálculos y estrategias de Casado han vuelto a fallar.

Al jefe de la oposición no le sale una a derechas. Cuando marcha corriendo a Bruselas, con la caravana de la llorería, para intentar que los fondos y ayudas no lleguen a España, los prebostes de la UE le dan con la puerta en las narices. Cuando convoca elecciones anticipadas para afianzar su poder regional como paso previo a la conquista de Moncloa resulta que lo único que consigue es hacer grande a Vox y casi consumar un descalabro electoral. Y ahora que se propone liquidar a la diva castiza que le hace sombra urdiendo un monumental escándalo televisado con espías, dosieres y corruptelas varias le sale el tiro por la culata y todo queda en la dimisión de Carromero, el fontanero de su confianza que estaba en el ajo. Es evidente que si hay alguien que tiene que dimitir aquí ese es Pablo Casado.

El dirigente popular tiene muchos frentes abiertos, quizá demasiados, pero su principal problema es el de la falta de credibilidad. A Casado ya no se lo creen ni los propios votantes del PP porque hoy dice una cosa, mañana otra y, al día siguiente, vuelve a rectificar otra vez. El primer defecto de este político demagogo, populista, sectario, hiperventilado y corroído de ambición –lo hemos dicho muchas veces aquí–, es la incoherencia. Y así, una mañana arremete contra Vox en un chute de espíritu democrático y al cuarto de hora está firmando pactos a diestro y siniestro con los ultras en cada rincón de España. La falta de lógica política es un vicio mortal para cualquier gobernante porque deja transparentar sus carencias, sus debilidades, su falta de empaque como estadista. Hoy mismo, en una entrevista con Carlos Herrera en la Cope, ha vuelto a dar serias muestras de personalidad doble que aumentan las sospechas de hombre poco fiable. Cuando el popular periodista le ha apretado con el polémico contrato del Hermanísimo de Ayuso, Casado no ha tenido pelos en la lengua a la hora de sugerir que él ve serios indicios de corrupción y lo ha dicho tan descarnadamente, tan salvajemente tratándose de una compañera de partido (y hasta hace no tanto una buena amiga), que por momentos parecía que era Pedro Sánchez quien se encontraba al micrófono de la cadena de los obispos tratando de destruir al PP. “La información es que la comisión fue de 286.000 euros. Es suficientemente relevante como para pensar que ha habido tráfico de influencias, pero yo no acuso, solo estoy preguntando y no he tenido respuesta”, alega el jefe popular. Esta sentencia dicha por cualquier otro líder político sería aplaudida por todo el mundo. El problema es que estamos hablando de Pablo Casado, el tipo al que hasta hoy no le ha interesado lo más mínimo la corrupción en su partido, el dirigente que metía la cabeza debajo del ala cuando un chaparrón de casos turbios caía sobre Génova 13. Ante sus narices han pasado gravísimos casos como Gürtel, Púnica, Lezo, Bárcenas, Kitchen y una retahíla interminable de historias turbias que nunca le quitaron el sueño al mandamás pepero. Sin embargo, ahora, de repente, al hombre le entra el remordimiento y la preocupación por un contratillo que supone apenas una gota de agua en medio del océano de dinero negro, basura y detritus en el que chapotea el Partido Popular desde hace años. ¿Por qué? Obviamente porque ve en el escándalo de proporciones bíblicas la cicuta definitiva, la forma más efectiva y letal de acabar con IDA.

La gran responsabilidad de Casado en la decadencia de la derecha española reside en que ha sido demasiado condescendiente con la corrupción. “Este PP ya no es el PP de antes”, insistía una y otra vez tratando de pasar página cuando lo lógico hubiese sido pasar la fumigadora, pedir perdón a los españoles y empezar de cero otra vez. Pero a Casado no le interesa limpiar el partido, ni aclarar el affaire del Mascarillagate, ni la transparencia, ni la regeneración ejemplar del proyecto. Todo eso le importa un bledo. Él solo ve la oportunidad que ni pintada de quitarse de encima a una mujer que en cualquier momento (con el apoyo de importantes voces ayusistas como Esperanza Aguirre o Cayetana Álvarez de Toledo) puede darle un golpe letal, levantarle la silla y autoproclamarse candidata al Gobierno de España en el próximo congreso regional o nacional. Por eso se tira a la piscina sin saber si hay agua, por eso aprieta el botón nuclear de la demolición del ayusismo (que es la demolición del partido entero) cuando él mismo sabe que el contrato de marras con el que el Hermanísimo de Ayuso sacaba tajada de las mascarillas en plena pandemia “puede que no sea ilegal”, solo poco ético o poco ejemplar.

Casado asume todos estos riesgos –incluso la posibilidad de que el PP salte por los aires– porque es consciente de que se está jugando el liderazgo del partido a la desesperada, a cara o cruz, a todo o nada. Solo le queda una baza para seguir al frente de la formación de la gaviota: aplastar a Ayuso, que se ha convertido en su principal obsesión. Más incluso que el propio Pedro Sánchez.  

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