Cada sondeo, cada encuesta de cara a las próximas elecciones, coloca a Santiago Abascal como líder peor valorado de este país, lo cual ya es decir. El listón de nuestros políticos está muy bajo y sin embargo el jefe de la extrema derecha española siempre aparece en el furgón de cola en los índices de popularidad de todos los estudios demoscópicos. Cabría preguntarse si un candidato que aspira a gobernar algún día puede seguir en la dirección de un proyecto con datos tan paupérrimos, ínfimos, mediocres. Cualquier análisis medianamente lógico aconsejaría cambiar al número 1 de la lista y poner a otro (u otra), pero ya sabemos que el mundo hispano ultra no se mueve por parámetros de sensatez sino de bilis, ni por el raciocinio sino por el impulso testosterónico, ni siquiera por el pragmatismo necesario, sino por el impulso más fanático y feroz.
En Vox van a mantener a Abascal en el cargo pese a las malas notas que cosecha trimestre tras trimestre (es un cateado perpetuo a ojos de la mayoría de los españoles que no lo quiere ni en pintura) y así seguirán hasta las próximas elecciones, que no auguran nada bueno para la organización radical. Y no es que las ideas rancias y reaccionarias no tengan cabida en España (ya vimos ayer, durante las misas negras en homenaje a Franco por el 20N, que el fascismo está más vivo que nunca). En países como Italia, Francia, Hungría o Polonia el populismo nacionalista de extrema derecha ha logrado cautivar a las masas y ya toca poder en gobiernos y ayuntamientos. Aquí, pese a que es verdad que Vox se ha convertido en muleta del PP, supera a duras penas la línea del 10 por ciento de los votos en clave nacional, esa frontera que separa peligrosamente la representación parlamentaria y la intrascendencia.
Por alguna razón, por hache o por be, el efecto Meloni o el gancho Le Pen no está cuajando en nuestro país, pero nadie en la formación verde se para a pensar por qué, dónde están las causas, cuáles son las averías y grietas y hasta dónde llega la responsabilidad del amado líder que vino para salvar a la patria y, al paso que va, bastante tendrá con salvarse él. No lo cuestionan sencillamente porque le temen y porque tampoco tienen demasiados conocimientos como para hacer un análisis profundo, sensato y objetivo de la situación. Muchos de ellos vienen de otros mundos alejados de la política, gremios de porteros de discoteca, hostelería, tauromaquia y sus labores, y son incapaces de ver que la maquinaria está gripando precisamente porque la estrella del equipo no es el Messi de la extrema derecha que prometía, sino más bien un oriundo comprado en el mercado de invierno que no justifica el fichaje y no pita. Si fuesen honestos con el partido y con ellos mismos llegarían a la conclusión de que el discurso guerracivilista y tremendo del dirigente mete mucho miedo entre las clases medias españolas, que su gestión de la crisis de Macarena Olona ha sido un desastre (la formación está al borde de la escisión en dos, fachas y más que fachas) y que los errores tácticos y estratégicos han sido de parvulario, como cuando Santi presentó aquella moción de censura contra Sánchez solo para perderla, que ya hay que ser lumbreras. No vamos a entrar en otras connotaciones, como “el efecto Feijóo”, que por la vía de la moderación le está robando votos por la derecha a Vox, ni en cuestiones personales (a día de hoy se desconoce si el hombre está vacunado o no, una ambigüedad que ni siquiera Federico Jiménez Losantos pudo despejar en su programa de radio en plena pandemia) y si es cierto que posee un chalé de un millón de euros en pleno centro de Madrid, tal como ha publicado la prensa. Mucho nos tememos que nada de todo eso juega a favor de la imagen personal del dirigente ultraderechista. Como tampoco le ayudan los rumores de que está dirigiendo Vox con manu militari, o sea con puño de hierro, a punta de látigo, aplastando cualquier atisbo de disidencia interna, de crítica legítima y de libertad de pensamiento, tal como cuentan los voxistas que han logrado salir de la secta –seriamente tocados emocional y profesionalmente–, y los que han sido debidamente purgados o laminados. Está claro que ese partido es cualquier cosa menos una organización que se rige por parámetros y criterios democráticos.
El índice de popularidad se le atraganta a Santi Abascal como a ese concursante que, tarde tras tarde, no consigue completar el rosco de Pasapalabra. Y así las cosas la sensación de depresión y estancamiento, cuando no de fracaso, empieza a cundir entre los integrantes del extraño mundo verde. Al Caudillo de Bilbao (a este paso, y si no cambian las cosas, vamos a tener que revisar su estatus mediático reduciéndolo a la categoría de caudillito) solo una cosa podría sacarlo del fango demoscópico en el que ha embarrancado: una reactivación del procés en Cataluña y la consiguiente crisis institucional. La extrema derecha se alimenta del fenómeno separatista y cuanto más independentismo más franquismo. La ola fascista en España no son los cuatro nostálgicos del régimen anterior que van a misa cada 20N, aburridamente, a honrar la memoria del dictador. Es sobre todo una corriente reaccionaria que se galvaniza, de forma automática, cada vez que asoma la sombra de la ruptura del Estado. Hoy, con Sánchez en la Moncloa, ese chispazo o descarga se ha desactivado en buena medida, el secesionismo se ha desinflado significativamente y el fascio pierde fuelle otra vez. Todo lo cual también contribuye a que el nuevo José Antonio posmoderno atraviese sus horas más bajas.