La comunidad internacional da por concluido el plan de evacuación en Afganistán, aunque Pedro Sánchez haya dejado la puerta abierta a seguir negociando con los talibanes otras alternativas y corredores humanitarios para continuar con la repatriación de refugiados a España. Los deseos del presidente del Gobierno español no dejan de ser una mera declaración de buenas intenciones, ya que, a partir de ahora, con Estados Unidos fuera del país y los clérigos fundamentalistas controlando totalmente el poder, resultará altamente difícil sacar a más personas inocentes predestinadas a convertirse en víctimas de la represión, la cárcel, la tortura y la pena de muerte por haber colaborado durante veinte años con las tropas aliadas occidentales. Lo que queda atrás resulta horrendo: miles de refugiados desesperados que han intentado salir, en vano, del infierno afgano; familias enteras que no saben lo que será de ellas cuando los talibanes irrumpan en sus casas dando una patada en la puerta.
Todo el operativo militar en el aeropuerto de Kabul ha tenido que llevarse a cabo de forma precipitada, en tiempo récord, casi atolondradamente y contra el reloj, ya que de lo que se trataba era de salvar la mayor cantidad posible de vidas ante la amenaza inminente de los atentados del ISIS, que por desgracia terminaron produciéndose tal como se preveía, dejando la negra cifra de 183 muertos y más de 150 heridos. La Operación Libertad Duradera (con ese sarcástico nombre se bautizó la invasión de Afganistán en el marco de la lucha contra el terrorismo internacional tras los atentados del 11-S de 2001) ya es historia, y estamos en el momento de extraer las consecuencias políticas, geoestratégicas, sociales y culturales oportunas para explicar un fracaso militar y diplomático que debe apuntarse no solo en la casilla de Estados Unidos, sino en la de todos y cada uno de los países que han participado en esa caótica misión cuyo objetivo (no lo olvidemos) no era llevar paz, democracia y prosperidad a aquellas tierras malditas encalladas en la Edad Media tras siglos de guerra y oscurantismo religioso, sino vengar los sangrientos atentados cometidos por Osama Bin Laden.
La debilidad de Estados Unidos y del bloque aliado
Afganistán marcará un antes y un después en la historia de la primera potencia mundial, como en su día lo fue Vietnam. Si no ha sido una derrota militar se ha parecido mucho. Desde que el ejército norteamericano ocupó el país hace ahora veinte años, en ningún momento pudo derrotar a los talibanes, que lograron atrincherarse y hacerse fuertes en las majestuosas cordilleras montañosas, gigantescos e inexpugnables castillos de roca donde han embarrancado, uno tras otro, todos los ejércitos invasores desde los tiempos de Alejandro Magno.
Las múltiples operaciones militares de castigo que se han llevado a cabo bajo el paraguas norteamericano, de la OTAN y de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF) jamás consiguieron acabar con los focos de resistencia talibán, de tal modo que durante dos décadas el único bastión controlado efectivamente por los occidentales fue la capital Kabul, convertida en una especie de fuerte rodeado por las tribus hostiles, a la manera de las viejas películas del Oeste americano. El resto del territorio, decenas de provincias diseminadas por todo el país como feudos o taifas, siguieron en manos de los caciques, de los traficantes del opio y de los señores de la guerra, que en muchas ocasiones continuaron colaborando, soterrada o abiertamente, con los rebeldes talibanes. Los gobiernos títeres y corruptos impuestos por Washington, como el de Hamid Karzai, no dejaron de ser una farsa, ya que el objetivo de los americanos jamás fue llevar la democracia a aquel misérrimo país, sino evitar la proliferación de los campos de entrenamiento de Al Qaeda. El operativo fue estrictamente militar, nunca humanitario, pese a que los medios de comunicación difundieron ampliamente la hermosa y mítica historia de que estábamos allí para proteger a los pobres afganos de las alimañas talibanes e instaurar la libertad. Prueba de que no fue así es que muchas mujeres siguieron llevando el velo y el burka todo este tiempo por miedo a las represalias de sus maridos, auténticos talibanes culturales. Los que estuvimos en Afganistán sobre el terreno tuvimos la oportunidad de comprobar que el supuesto país de la liberación de la mujer que nos vendía la televisión no se correspondía con la realidad.
La imagen de que Estados Unidos controlaba la situación no fue más que una entelequia, una ficción. Los insurgentes talibanes se hicieron fuertes en las montañas afganas y desde allí lanzaron su reconquista para echar del país a los marines y sus aliados, tal como ocurrió en la guerra contra los soviéticos (1978-1992) de la que también salieron vencedores. Los drones, satélites, misiles y ataques selectivos de EE.UU., que lo fio todo a su poderío aéreo, no pudieron acabar con la intrincada red de cuevas y túneles subterráneos de los talibanes, desde donde lanzaban su eficaz guerra de guerrillas y sus atentados indiscriminados contra cuarteles y población civil cada cierto tiempo. Con el paso de los años, la supuesta guerra inteligente del Pentágono fracasó estrepitosamente y ninguno de los cuatro presidentes afectados por el conflicto (Bush, Obama, Trump y Biden) se atrevió a dar el paso decisivo de ordenar una gran invasión con tropas terrestres –como sí ocurrió en Normandía para liberar Francia durante la Segunda Guerra Mundial– por el elevado coste en vidas humanas que suponía. Apretar ese botón rojo, que hubiese acarreado miles de ataúdes de jóvenes norteamericanos, habría supuesto la tumba política para cualquiera de los inquilinos de la Casa Blanca. Así las cosas, a los fundamentalistas talibanes solo les quedaba esperar su momento, el punto de máxima debilidad de la coalición internacional que llegaría más tarde o más temprano. O tal como ha dicho el gran corresponsal de guerra Gervasio Sánchez: “Los occidentales tenían el reloj, los talibanes tenían el tiempo”. Y así ha sido, Afganistán ha caído como una fruta madura.
El nuevo orden mundial
Hoy, pasado el terror del 11-S, Afganistán había dejado de interesar política y mediáticamente. El propio presidente Biden ha reconocido estos días que los norteamericanos ya no estaban dispuestos a seguir muriendo en unas lejanas tierras afganas donde no hay nada potable o aprovechable, ni petróleo ni yacimientos de gas que explotar, solo polvo, desierto, cabras famélicas y chozas de adobe. Más de 3.500 soldados de la coalición internacional han perdido la vida desde el inicio de la guerra en 2001, de los cuales 2.300 eran estadounidenses. Con estas cifras horripilantes, el repliegue militar estaba cantado. Pasado el terror y los deseos de venganza del 11-S, la misión internacional había perdido su sentido y se había convertido en un agujero capaz de tragarse 778.000 millones de dólares de los bolsillos de los contribuyentes entre 2001 y 2019. Ese fiasco económico fue una de las razones que llevaron a Donald Trump a retornar a la política exterior aislacionista y a negar el papel de EE.UU. como gran gendarme del mundo. El acuerdo firmado entre el Emirato Islámico de Afganistán de los talibanes y la Administración Trump el 29 de febrero de 2020 en Doha, Qatar, supuso la instauración de un nuevo orden geoestratégico en la zona y el certificado de defunción para miles de afganos que serían abandonados a su suerte y abocados a un régimen de terror. La alianza firmada por el magnate estadounidense (rubricada por Biden, que no ha movido un solo dedo para mantener las tropas en Afganistán) exoneraba al movimiento talibán de la condición de enemigo público número uno del imperio yanqui y convertía a los yihadistas del ISIS empeñados en extender el Califato en todo Oriente Medio en los nuevos “villanos” de esta mala película de acción que es Afganistán.
La decadencia de la UE
La crisis afgana ha aireado las carencias de Europa en política exterior y también en asuntos de defensa. Cada país ha organizado el rescate de su gente por su propia cuenta y riesgo en el aeropuerto de Kabul; el descontrol y el caos han sido las notas dominantes y han quedado patentes las grietas y fisuras de la Unión Europea. Desde hace meses, se sabía que la capital afgana caería pronto y Bruselas no ha sido capaz de articular un plan común de evacuación. Si algo ha demostrado este episodio es que la UE ya no puede seguir haciendo seguidismo servil de Estados Unidos (un país replegado sobre sí mismo) y que debe dar un paso al frente en la construcción de un espacio propiamente federal que vaya más allá de lo económico con renuncia de cada estado miembro a cierta parcela de su propia soberanía. Es preciso superar nacionalismos trasnochados para construir una identidad política propiamente europea.
Si la vieja Europa sigue queriendo jugar la baza del liderazgo mundial en defensa de los valores democráticos, tal como le corresponde, debería ir pensando en articular una política exterior común y un ejército europeo capaz de actuar con autonomía e independencia en aquellos países que lo necesiten, es decir, allá donde Estados Unidos y la OTAN no estén dispuestos a intervenir. En ese sentido, es fundamental que Bruselas asuma sus responsabilidades en el espinoso asunto de la inmigración. Ya no vale meter la cabeza debajo del ala ni desentenderse de los miles de refugiados que llaman cada día a las puertas de nuestras fronteras. Los migrantes y desplazados que huyen del hambre y la guerra no son solo un problema interno de España, Italia o Grecia (ese es el enfoque regional que la UE ha dado hasta hoy al mayor drama humano de nuestro tiempo) sino un dilema global que atañe a todo el continente.
Urge por tanto una política europea común ante los grandes desafíos humanitarios y flujos demográficos masivos provenientes de los Estados fallidos que irán en aumento en los próximos años. Un inmigrante que llega a Ceuta no es un asunto local, sino una historia terrible que concierne a París, Berlín o Bruselas. Ya no valen parches como levantar verjas, muros y concertinas. Sobre cada país recae la responsabilidad de hacerse cargo de su cuota de refugiados, pero la solución no pasa únicamente por el acogimiento de desplazados como los miles de afganos que previsiblemente llegarán a territorio europeo en las próximas semanas. Solo a través de una cooperación eficaz y de una ayuda internacional planificada entre la UE y los países en vías de desarrollo se conseguirá aliviar la presión migratoria. Ningún muro es suficientemente alto cuando hay millones de hambrientos buscando un futuro mejor. O paliamos la desigualdad entre el primero y el tercer mundo o el planeta entero saltará por los aires antes o después.
La posición de España
En estos veinte años, 102 soldados españoles han muerto en operaciones militares en Afganistán. Nunca estuvimos allí en misión de paz, como quisieron vendernos los medios de comunicación. Nuestras tropas trabajaron en zona de guerra, sufrimos numerosas bajas y mantuvimos no pocas refriegas con las tropas talibanes. El papel de España en esta guerra nunca quedó suficientemente claro. Estuvimos implicados bajo amparo de la ONU, es cierto, pero el mando último y efectivo de las operaciones militares lo ejercían los norteamericanos. Fuimos un actor secundario, hasta el punto de que muchos de nuestros soldados nunca supieron qué demonios pintaban allí. La guerra contra el terrorismo internacional fue la excusa perfecta para mantener un contingente español que solo sirvió a la operación de caza y captura de Bin Laden. Si algo nos ha enseñado la historia es que la mejor manera de luchar contra el terrorismo internacional es potenciar los servicios de inteligencia, invertir en recursos materiales, estrechar la cooperación internacional. Invadir países que supuestamente forman parte del Eje de Mal, amplificando el rastro de destrucción y causando miles de bajas entre la inocente población civil (los famosos daños colaterales), no es la solución.
Lo mejor que dejamos los españoles en aquel rincón desahuciado del planeta es la solidaridad con el pueblo afgano, la escasa ayuda humanitaria y médica que hayamos podido prestar y la agónica operación de rescate y salvamento de vidas en el último momento. Pedro Sánchez la ha calificado como una “misión cumplida” (quizá con exceso de optimismo), pero la afirmación no deja de entrañar una cierta parte de verdad. Nuestros soldados y cooperantes, en un ejemplo de valentía y generosidad, se han jugado la vida en el aeropuerto de Kabul hasta el último instante para sacar del país a la mayor cantidad de personas amenazadas por los talibanes. Más de 2.000 evacuados que se han librado de una muerte segura en Afganistán. Es cierto que hemos dejado atrás a cientos de desesperados que no pudieron subir a los aviones por las avalanchas y los sangrientos atentados del ISIS. España tiene una deuda con todos ellos. Tenemos que intentar repatriarlos una y otra vez mientras sea posible. Y no por una simple cuestión de caridad, sino porque tras dos décadas colaborando con nuestras tropas en un territorio hostil se han ganado, por justicia, el derecho a la nacionalidad española y a un futuro mejor.