Más de 200 teléfonos móviles de nuestro país fueron pinchados por Marruecos con el programa Pegasus, según The Guardian. “El cliente aparentemente estuvo activo en la búsqueda de posibles objetivos para la vigilancia dentro de España”, asegura el periódico británico, que cita un informe filtrado por una supuesta plataforma bajo el nombre Forbidden Stories. O sea que alguien parece muy interesado en cargarle el mochuelo del espionaje Pegasus a nuestros vecinos marroquíes.
Conviene no perder de vista que el escándalo se hizo público tras conocerse que los teléfonos móviles de 63 personalidades soberanistas habían sido espiados en lo que ya se conoce como el Catalangate. A los pocos días (qué casualidad), el Gobierno salió a la palestra para convencernos de que los miembros del mundo indepe no eran las únicas víctimas, ya que las “pulgas” o virus de Pegasus también habían infectado los terminales telefónicos del presidente Sánchez, la ministra de Defensa, Margarita Robles, y la extitular de Exteriores, González Laya. Desde entonces, las especulaciones de todo tipo se han disparado, ha habido más confusión que información veraz y contrastada y más ruido que transparencia, en buena medida porque el Gobierno ha jugado a echar balones fuera en lugar de poner luz y taquígrafos sobre el escabroso asunto. Ante la ausencia de explicaciones oficiales convincentes, la prensa ha empezado a lanzar hipótesis de todo tipo sobre quién puede estar detrás de los pinchazos telefónicos. Se ha llegado a decir que el espionaje lleva la marca indeleble de Estados Unidos y la CIA, de los servicios secretos de Putin y hasta del Mosad, la siniestra central de inteligencia israelí. Todo para que no se hable de lo realmente importante: si elementos cloaqueros del CNI han llevado a cabo escuchas y seguimientos ilegales, por su cuenta y sin intervención judicial, a los secesionistas.
Es cierto que hay no pocos indicios de que Marruecos puede haber dado la orden de espiar a políticos españoles. Los pinchazos de Pegasus coinciden en el tiempo con la crisis internacional entre España y Marruecos generada por la hospitalización en un centro sanitario de Logroño del líder polisario Brahim Gali, con el posterior salto a la valla de Ceuta de miles de inmigrantes marroquíes –una operación de terrorismo demográfico de manual puesta en marcha por el rey de Marruecos en represalia por el acercamiento del Gobierno español al movimiento saharaui– y con la ruptura de relaciones diplomáticas entre ambos países. Toda esta crisis de proporciones mayúsculas se ha cerrado hace solo unos días, cuando para sorpresa de propios y extraños el Gobierno Sánchez, por boca del ministro español de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, reconocía que la propuesta de Marruecos del año 2007 que contempla una autonomía en el Sáhara Occidental bajo soberanía marroquí era la “base más seria, realista y creíble” para poner fin a una disputa que se remonta a 1975. Con esa sorprendente decisión, Sánchez traicionaba al pueblo saharaui, rompía con la postura oficial del PSOE –que durante décadas siempre se había puesto de lado de los habitantes del Sáhara– y pisoteaba las resoluciones de la ONU sobre la necesidad de convocar un referéndum de autodeterminación como única vía para resolver el conflicto. Desde el primer momento llamó la atención el brusco viraje del presidente del Gobierno en este espinoso asunto, quizá el más explosivo de la agenda internacional de nuestro país. Fue como si de la noche a la mañana Sánchez hubiese sido secuestrado por algo o alguien que le estaba susurrando al oído las instrucciones a seguir.
Para entonces, es más que probable que el teléfono móvil del presidente ya estuviese siendo hackeado por Pegasus, consumándose un dramático chantaje a la democracia española. Y aquí las preguntas sin respuesta siguen acumulándose una tras otra. ¿Sabía el premier socialista que estaba siendo espiado? ¿Por qué no lo denunció entonces? ¿Qué material le había robado el programa informático spyware? ¿Le sustrajeron documentos que afectaban a la seguridad nacional o tan solo fotos, vídeos y selfis intrascendentes para el álbum de recuerdos? ¿Tuvo algo que ver el presunto espionaje de Marruecos con la decisión de cambiar la estrategia internacional de España respecto al problema del Sáhara? Todas esas cuestiones aún no han sido debidamente aclaradas y probablemente nunca lo serán. Hoy mismo, la ministra portavoz, Isabel Rodríguez, dejaba caer que quizá jamás sepamos la verdad, ya que Pegasus no deja huella y resulta imposible seguir su rastro para llegar a los autores últimos del espionaje. Es la excusa más fácil: quitarse de encima la patata caliente, pasar página, echar tierra encima. Desde ese punto de vista, todo apunta a que el pato lo terminará pagando Paz Esteban, la casi anónima directora del CNI sobre la que ahora recae toda la responsabilidad de los graves fallos y agujeros en la seguridad nacional.
Pero, más allá de que Marruecos haya podido emplear una poderosa arma informática para conocer secretos de Estado de Moncloa, el origen del escándalo sigue sin ser explicado. Asumamos como hipótesis plausible que a Mohamed VI le interesaba hacerle un seguimiento al presidente del Gobierno español para adelantarse a sus movimientos. Perfecto. Ahora bien, ¿también le interesaba al sátrapa de Rabat saber qué había en los teléfonos móviles de 63 líderes independentistas a los que ni siquiera tiene el gusto de conocer? No parece muy lógico. ¿Para qué iba a querer el monarca alauí saber qué desayunaba Oriol Junqueras, con quién quedaba Pere Aragonès o a quién recibía Carles Puigdemont en su lujosa mansión de Waterloo? Para nada, sencillamente se la traía al pairo. Los lejanos desiertos saharauis quedan muy lejos, en el espacio, en el tiempo y en el contexto geoestratégico internacional, de Las Ramblas de Barcelona.
Por tanto, estamos hablando de temas diferentes. Una cosa es el espionaje a los soberanistas catalanes y otra la pulga en el móvil de Sánchez. Pero a Moncloa le interesa agitar la coctelera y hacer un combinado fuerte que se le suba a la cabeza a los españoles. Un colocón colectivo de desinformación. Aquí lo único cierto es que todos espiaban a todos recurriendo a ese goloso juguetito que era Pegasus. Macron, Obama, Merkel, Johnson, Sánchez, Trump, Mohamed, Putin... Unos se espiaban a otros y viceversa. Pegasus era un arma universal que con toda probabilidad también ha podido emplear el CNI y no con fines precisamente legales. Por eso Sánchez vuelve a hacer un ejercicio de trilerismo político y de cortina de humo. Diciéndole al pueblo español que él también es una pobre víctima del Gran Hermano global, de ese monstruo tecnológico fabricado por Israel que por lo visto manejan todos los gobiernos, elude aclarar quién espió al independentismo catalán al margen de la autoridad judicial. Es evidente que el presidente pretende mezclar churras marroquíes con merinas catalanas, espías rusos con agentes indepes, un formidable galimatías propio de un thriller para ganar tiempo y ver si cuela. El problema es que mientras tanto Esquerra le ha dado el ultimátum, poniendo en hora el temporizador de la bomba de relojería que puede hacer estallar la legislatura. Pegasus, un misterioso caballo de Troya cibernético, puede terminar volando España entera más tarde o más temprano. Y mientras tanto Sánchez parapetado en el búnker de Moncloa. Incomprensible.