Siguen saliendo a la luz casos de pederastia en la Iglesia católica mientras Pedro Sánchez dice sentirse horrorizado y en el Congreso de los Diputados se debate la oportunidad de una comisión de investigación o dejar el caso en manos del Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo. En el diario El País han abierto un buzón para que todo aquel que quiera contar su traumática experiencia infantil con un cura rijoso pueda hacerlo. Ya van por 700 casos. Un auténtico drama humano hasta hoy oculto, escondido, soterrado.
Y a todo esto, ¿cuál es la respuesta oficial de la Iglesia católica? Los obispos han apagado sus móviles y se han ido de ejercicios espirituales, dicen que para reflexionar y meditar ante Dios cómo afrontar semejante horror y atrocidad. En realidad, hay poco que meditar sobre este holocausto infantil y con esas excursiones a retirados conventos y recoletos monasterios la jerarquía católica no hace más que tratar de ganar tiempo. La única posición cristiana que cabe ante este turbio asunto de los abusos a menores (ya lo ha dicho el papa Francisco) es desinfectar los púlpitos, sacudir las sotanas apolilladas y abrir las ventanas para que entre luz regenerante y aire puro entre tantas tinieblas. Solo así la sociedad española podrá saber qué fue lo que pasó de una vez por todas. Solo así se impondrá la verdad, que debería ser el primer mandamiento a seguir en una organización religiosa que predica mucho pero no suele dar ejemplo.
A estas alturas, cuando el goteo de casos de pedofilia comienza a ser incesante y escandaloso, la Conferencia Episcopal Española ya debería haber abierto de oficio, y con todas sus consecuencias, una gran investigación para esclarecer hasta el último de los episodios. Sin embargo, una vez más, la cúpula clerical española se enroca, se convierte en la gran excepción de las democracias avanzadas y practica una infame procrastinación, ralentizando cualquier iniciativa, oponiéndose, entorpeciendo los avances y repartiendo hostias contra el Gobierno rojo bolivariano. Ahora va a resultar que el criminal estaba en Moncloa y no en las sacristías convertidas en oscuros antros donde se destruyen las vidas de tantos niños. Algunos obispos trumpistas (más bien falangistas, habría que decir) ya han dejado caer que esto es una persecución contra la Iglesia como ya ocurrió en tiempos de la Antigua Roma y pretenden compararse con aquellos mártires paleocristianos que eran crucificados o arrojados a las bestias en presencia del César. El sangriento emperador, por supuesto, sería Sánchez I El Comunista, de modo que el sector más reaccionario de la Iglesia sigue comprando el discurso duro de Pablo Casado, o lo que es aún peor, de Vox. La Iglesia católica siempre en el lado equivocado de la historia.
Pese a la urgencia y la gravedad del momento por la que atraviesa la institución fundada por Pedro, la curia se esconde en la ciega burocracia y en una prodigiosa maquinaria funcionarial que nada tiene que envidiar a la del Estado civil. Los obispos promueven comisiones ejecutivas, comisiones permanentes, conferencias y asambleas plenarias de todo tipo. Un movidón de cardenales, arzobispos y prelados; un festival de mandatarios purpurados. El Benidorm Fest de la religión. Si Cristo levantara la cabeza los echaba a todos a latigazos del templo de la lujuria, la codicia y la política en que se ha convertido la Iglesia católica mundial.
Y mientras los monseñores deciden si llevan a los tribunales los cientos de casos de abusos que tienen sobre la mesa o los arrojan a la hoguera como libros prohibidos, los representantes del pueblo discuten cuál es la mejor manera de meter el curativo bisturí. Parece claro que el Gobierno de coalición prefiere poner toda esta truculenta historia, que se viene arrastrando desde el franquismo, en manos del Defensor del Pueblo. No deja de ser un capricho del destino que un antiguo fraile como Gabilondo encabece la comisión de expertos que debe llevar transparencia a las parroquias e iglesias de este país. El exministro de Educación fue hermano corazonista en colegios de Vitoria y Madrid, así que conoce los entresijos del mundo clerical, aunque nunca fue testigo de un caso de pedofilia.
La lógica política aconseja que sea el Parlamento, sede de la soberanía nacional, el organismo competente para poner orden en las braguetas de los curas. Pero está visto que la Iglesia sigue ostentando mucho poder en la España democrática, aquello de “con la Iglesia hemos topado” sigue vigente con fuerza en pleno siglo XXI, y como la política se lava las manos le pasan el caso al hermano Gabilondo, convertido ya en un nuevo y posmoderno fray Guillermo de Baskerville. Gabilondo no posee el glamur ni el carisma de Sean Connery para desempeñar este complejo papel, pero le sobran conocimientos de filosofía escolástica, de modo que por ahí tiene herramientas más que suficientes para enfrentarse a los astutos psicópatas de la Iglesia. Ese sería el aspecto positivo de encargarle el trabajo. Pero al mismo tiempo, al igual que a fray Guillermo se le presentaban múltiples casos que investigar en un mundo regido por la ley del silencio de la Santa Inquisición, al hermano Gabilondo se le amontonarán los expedientes de abuso infantil que están brotando como setas en todas las abadías españolas. Ese sería un hándicap para la investigación, ya que, si bien la capacidad y brillantez intelectual del Defensor del Pueblo están fuera de toda duda, el hombre lleva sus tiempos, su ritmo, sus rutinas de trabajo, y si Sánchez no le asigna recursos y un ayudante, un eficiente Adso de Melk, las pesquisas corren serio riesgo de eternizarse otros cien años más. Pablo Echenique, por su espíritu curioso y rebelde, podría hacer las veces de Adso. En cualquier caso, es de alabar que este país, por fin, se atreva a dar el paso y a arrojar luz en los infiernos eclesiales rebosantes de demonios. Ojalá este país sepa llegar al fondo de la verdad por una vez. O sea, al nombre de la rosa.