Nayib Bukele ha convertido un estado de excepción, inicialmente concebido como medida temporal para combatir las pandillas, en un régimen permanente que desdibuja los frutos democráticos nacidos de los Acuerdos de Paz de Chapultepec de 1992. Casi cuarenta meses después de su instauración en marzo de 2022, las fuerzas de seguridad salvadoreñas operan con “poderes irrestrictos” y el debido proceso ha quedado reducido a letra muerta.
La deriva autoritaria se evidencia en la persecución sistemática de juristas cuyas únicas “faltas” han sido ejercer la defensa de sus clientes o alzar la voz contra abusos de poder. El caso de Alejandro Henríquez, Ruth Eleonora López y Enrique Anaya ilustra a la perfección la dimensión política de estas detenciones. Henríquez, importante abogado ambientalista, fue detenido el 13 de mayo tras acompañar a las familias de la Cooperativa El Bosque. Aquel día, decenas de campesinos protestaban pacíficamente por el desalojo ordenado por un juzgado laboral. La policía militar y civil dispersó la manifestación y, sin orden judicial, apresó a Henríquez en un acto que el Observatorio Internacional de Abogados calificó de “arbitrario”.
Días después, en la noche del 18 de mayo, agentes llamaron a la puerta de Ruth Eleonora López informándole de un accidente de su automóvil. Al salir, fue arrestada sin orden alguna. López, directora jurídica de la ONG Cristosal y una de las 100 mujeres más influyentes del mundo según la BBC, está acusada de enriquecimiento ilícito, cargo que ella misma y sus colegas tildan de “infundado” y “represalia” por su labor de denuncia contra el posible uso del software espía Pegasus y su oposición a la reelección presidencial. Sus audiencias permanecen selladas, mientras cumple una condena de seis meses.
La captura de Enrique Anaya, ocurrida el 7 de junio, completa el círculo de intimidación. Este constitucionalista, cuya especialidad son las demandas ante tribunales internacionales para frenar reformas que debilitan la separación de poderes, fue señalado tras referirse a Bukele en televisión nacional como “dictador”. A la mañana siguiente, Anaya fue detenido en su domicilio y se enfrenta a cargos de blanqueo de dinero y activos, a pesar de su conocido historial de defensa de libertades fundamentales.
Más allá de cada caso individual, es la intervención del Estado contra sus propios defensores lo que alarma a organismos de derechos humanos. Amnistía Internacional ha calificado a los tres abogados como “presos de conciencia” y exige su liberación inmediata e incondicional. Mientras tanto, la reciente Ley de Agentes Extranjeros (que grava con un 30% de impuestos las donaciones internacionales y obliga a registrar a ONG y medios como “agentes”) sugiere un empeño deliberado por someter a la sociedad civil al control gubernamental.
Pese a estas señales, las encuestas oficiales todavía otorgan a Bukele niveles de aprobación cercanos al 85%, y dos tercios de la población respaldan el estado de excepción. Sin embargo, datos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas revelan un temor latente: el 58% de los salvadoreños admite reprimir sus críticas por miedo a represalias, y el 48% temen el encarcelamiento si se oponen al Gobierno.
El potencial coste para el sistema democrático es enorme. Los Acuerdos de Chapultepec consagraron el control civil de las fuerzas armadas y garantías procesales como pilares de la paz. Hoy, esas conquistas están en riesgo, advierten juristas y activistas. La represión contra defensores del Estado de derecho podría socavar la confianza ciudadana y arrastrar a El Salvador hacia una normalización del autoritarismo.
La pregunta que enfrenta el país no es ya si la mano dura de Bukele erradicará la criminalidad, sino a qué precio se preserva la libertad cuando la ley se convierte en arma contra quienes la defienden. Mientras las celdas del sistema penitenciario albergan a los guardianes del orden jurídico, la zanja democrática se profundiza y el eco de Chapultepec corre peligro de quedarse, esa vez sí, en un recuerdo vacío de derechos.