Cinco años de la pandemia. Cinco años ya desde que aquel suceso histórico cambió nuestras vidas para siempre. Miramos atrás con escalofríos cuando recordamos toda aquella locura distópica. El virus de Wuhan, los mil muertos diarios, la Sanidad pública colapsada, el confinamiento, Pedro Sánchez con su “nueva realidad”, la curva epidémica del doctor Simón, la España de los balcones (aplausos para los sanitarios, primero héroes, luego villanos), el mercado negro de mascarillas, los acaparadores de papel higiénico, el teletrabajo, los ERTE, el pan casero con masa madre, la extrema derecha agitando el odio en todo el país, las vacunas que no llegaban... Y, también, la asfixiante sensación de que no salíamos con vida, para contarlo, de aquella extraña pesadilla.
Hoy, cuando va quedando atrás toda aquella convulsión planetaria que puso patas arriba el mundo entero (hubo un momento en que miles de millones de personas vivían encerradas como topos en sus galerías subterráneas), hacemos balance y llegamos a la conclusión de que, tal como era de esperar, no hemos salido mejores de aquel trance, al contrario, después de la plaga llegan los vientos de guerra. El humano es un ser suicidamente tozudo siempre empeñado en acabar consigo mismo. Sigue habiendo demasiadas preguntas sin respuesta. ¿Fue el covid un coronavirus creado en laboratorio, tal como aseguran los servicios de inteligencia alemana, o brotó en un remoto mercado chino donde se comen animales como el pangolín sin las debidas garantías higiénicas? ¿Qué fue de aquellos 140.000 millones de los fondos europeos Next Generation para la reconstrucción? ¿Por qué este Gobierno no ha acometido la urgente y necesaria reforma integral de la Sanidad pública, un plan que pese a los parches sigue en el cajón de la decepcionante Mónica García? Y, sobre todo, ¿por qué no se ha hecho justicia con los 7.291 ancianos a los que el Gobierno de Ayuso recluyó en las residencias madrileñas, en buena medida privatizadas, tras aplicarles los protocolos de la vergüenza?
Anoche, el periodista Xabier Fortes condujo un programa especial, La pandemia que cambió el mundo, donde se emitió 7291, el demoledor documental de dos horas de duración dirigido por Juanjo Castro sobre las presuntas negligencias y disparates que se cometieron en el gabinete ayusista durante la crisis sanitaria. En la cinta se pone cara y nombre a las víctimas y a sus familias, hasta hacernos entender que lo ocurrido en los geriátricos madrileños fue real, no una invención de los medios de comunicación afines a la izquierda woke, ni una leyenda urbana, ni el argumento de una mala película de terror. Lo que ahí se relata, fue lo que sucedió. Personas abandonadas a su suerte, personas muriendo en los pasillos, personas a las que se dejó de atender, bien por el miedo de los cuidadores al contagio o por la aplicación de unos protocolos inhumanos propios de un régimen totalitario. Ancianos muchos de ellos desorientados por la senilidad o el alzhéimer que vieron cómo, de la noche a la mañana, su compañero o compañera de habitación había desaparecido para siempre sin que nadie les diera una sola explicación; cómo las trabajadoras sociales, antes amables y atentas, aparecían en la sala enfundadas en bolsas de basura (“como marcianas”, según el testimonio de una de ellas) para tratarlos como apestados; y cómo se cortaba toda comunicación exterior, de tal manera que ya nunca más volverían a ver a sus hijos, a sus nietos, a sus hermanos y amigos. Solo ellos, los que se han ido (más bien, a los que la maquinaria de un sistema implacable, ciego y cruel dejó ir) saben el infierno que se debió vivir allí.
El documental lo refleja todo con la frialdad de aquellos días trágicos y el realismo que algunos políticos del PP quieren negarle al más grave episodio de negligencia sanitaria de nuestra historia. Uno asiste entre asombrado y pasmado a los testimonios de los protagonistas: esa mujer que llora desconsolada tras recordar cómo perdió a su padre sano sin saber cómo; ese consejero Alberto Reyero que dimitió de su cargo cuando vio la salvajada que se iba a cometer; esos propietarios del capitalismo salvaje que niegan el carácter sanitario de una residencia y la definen como un hotel o resort para jubilados; esos burócratas que firmaron los protocolos de la vergüenza y que ahora, para tratar de tapar su infamia y su ignominia, pretenden convencer a la opinión pública de que aquella normativa no fue de obligado cumplimiento, sino “una serie de recomendaciones” o consejos para los trabajadores sociales. Y, por encima de todo ese sindiós, planeando como una sombra intocable, como una inquietante presencia, la siniestra mujer fatal, Isabel Díaz Ayuso, máxima responsable de las nefastas decisiones que se adoptaron en aquellas jornadas dramáticas. El papelón de una mujer incompetente que se vio desbordada, quizá porque lo más importante que había hecho hasta el momento en la vida era llevarle la cuenta de Twitter al perro Pecas, la mascota de Esperanza Aguirre.
Produce espanto y hastío tener que soportar que esta señora se pasee como si nada por Madrid sabiendo como sabemos que su equipo de gobierno firmó un protocolo gerontofóbico y cruel que, en realidad, fue la sentencia de muerte de miles de personas mayores. Fortes dejó claro ayer, en su programa para la historia de TVE, que trató de contactar con ella para que participara en el debate. No quiso ir, lo cual lo dice todo. En la Asamblea de Madrid se siente fuerte porque allí puede mentir y soltar bilis y sapos contra el enemigo rojo sin que le pase nada. Pero ante un grupo de periodistas dispuestos a interrogarla con datos, con informes, con documentos oficiales en la mano, queda en evidencia lo que es: un guiñol en manos de otros que vomita bulos a todas horas. Por cierto, ella no acudió al plató, pero envió a su lacayo Alfonso Serrano para continuar con la mentira. Entre las muchas falsedades que soltó el fiel consejero ayusista llegó a negar la cifra negra de 7.291 fallecidos: “Fueron cuatro mil”, dijo, como si esa matización restara alguna importancia a la magnitud de la calamidad. Una vez más, mintió Serrano, ya que los datos manejados por los periodistas son oficiales y salen del propio gabinete de prensa de la Comunidad de Madrid.
Todo lo que rodea al episodio de las residencias es de una depravación tan descarnada, de una inhumanidad tal, que cuesta trabajo entender que esto no haya llegado a un tribunal de justicia. Por desgracia para las familias de las víctimas no han contado con la ayuda de una jueza como la de Catarroja (encargada de investigar las negligencias de Carlos Mazón durante la riada) para airear la verdad. En Plaza Castilla se echó tierra encima y a otra cosa. Una vez más, memoria borrada.