No hay error, ni lapsus, ni calentón: lo de Santiago Abascal no es una deriva, es un plan. No se trata de una ocurrencia desafortunada, sino de una estrategia política calculada, brutal y profundamente deshumanizadora. El líder de Vox ha pasado de insinuar barbaridades a gritar directamente su desprecio por los derechos humanos desde el púlpito digital. Esta vez, ha cruzado una línea más: ha acusado al presidente del Gobierno de colaborar con mafias de tráfico de personas y ha pedido, sin rubor, hundir un barco que rescata migrantes en el Mediterráneo.
Pero Abascal no está solo. Tras él hay una maquinaria ideológica bien engrasada: discursos de odio, aporofobia envuelta en banderas, racismo disfrazado de "preocupación por la seguridad" y una incapacidad absoluta para proponer algo que no sea castigo, expulsión o represión. Cada palabra suya apunta a los más vulnerables, los convierte en enemigos, y ofrece una respuesta única: más muros, más armas, más miedo.
El fascismo ya no se esconde
Si la ultraderecha de otros tiempos jugaba a ocultarse bajo eufemismos, Abascal prefiere el insulto frontal, la deshumanización sin filtros, la barbarie en horario de máxima audiencia. Su última invectiva, llamar a Open Arms “barco negrero” y exigir su confiscación y hundimiento, recuerda más a una proclama supremacista del siglo XIX que a un discurso político del XXI.
Pero no es una excentricidad: es doctrina. Lo ha demostrado más de una vez. Para Abascal, los migrantes no son personas con derechos, sino invasores. No huyen de guerras, pobreza o persecución, sino que vienen a “ocupar” lo que él considera “su” país. Y a quienes los salvan del mar, los trata como cómplices de un delito inexistente. La legalidad, el Derecho Internacional, la moral más elemental, todo desaparece si el objetivo es alimentar el relato de un país asediado por “el otro”.
En ese relato, el Gobierno no es el adversario, sino el traidor interno. De ahí el tono de mafia que atribuye a Sánchez. Abascal no se limita a criticar su gestión: lo acusa, sin pruebas, de colaborar con criminales. Lo señala como enemigo de la patria y como amenaza interna. Y a partir de ahí, todo vale.
Lo que propone Abascal es puro trumpismo a la española: convertir el poder en trinchera y la política en campo de batalla emocional, irracional, visceral. No busca convencer. Busca incendiar. Quiere ruido, no diálogo. Busca votos agitando miedos, no resolviendo problemas. Y le da igual a qué precio.
Salvar vidas es delito, odiar es doctrina
La organización Open Arms ha salvado miles de vidas en altamar. Arriesga su integridad para cumplir una misión que debería ser del Estado: garantizar el derecho a no morir ahogado en el mar por querer vivir. Para Abascal, esa labor humanitaria merece la cárcel y el fuego. La ONG, por su parte, respondió con dignidad: “Ser el objetivo del odio de según quién es un orgullo”. Pero no es solo odio lo que proyecta Abascal: es peligro real.
El discurso de la ultraderecha no solo desinforma: deshumaniza. Cuando los migrantes dejan de ser personas, se hacen aceptables sus muertes. Cuando el adversario político se convierte en criminal, se justifica su persecución. Cuando salvar vidas se convierte en sospecha, se pone en riesgo el futuro mismo de la democracia.
Y mientras tanto, Abascal no propone nada. Nada sobre el hambre en el Sahel. Nada sobre la explotación neocolonial que empuja a miles a huir. Nada sobre la gestión de flujos migratorios con derechos. Nada sobre cooperación internacional. Solo gritos, amenazas y símbolos huecos.
Su única propuesta es la expulsión. Su única promesa, el castigo. Su único plan, la bronca. Todo lo demás —Estado de derecho, derechos humanos, convivencia, Constitución— le estorba.
España no merece este lodazal político. Ni el insulto convertido en rutina. Ni la mentira elevada a categoría. Ni un partido cuya única seña de identidad sea el desprecio por la dignidad humana.
No es libertad llamar a hundir barcos de salvamento. No es patriotismo acusar sin pruebas. No es valentía atacar a los débiles. Es miseria moral.