La presidenta Isabel Díaz Ayuso llegó al debate sobre el estado de la región con un guion triunfalista: promesas vagas, titulares fáciles y dardos al Gobierno central. Mientras tanto, fuera de la burbuja parlamentaria, Madrid vivía otra realidad mucho menos épica: colas interminables en Moncloa, intercambiadores saturados, autobuses desbordados y estudiantes que empezaban el curso en una carrera de obstáculos. ¿La causa inmediata? El cierre de quince estaciones del arco este de la línea 6, desde Legazpi a Moncloa por Avenida de América, una de las arterias del metro más utilizadas de la capital. La propia Comunidad cifra en 116 millones los viajes anuales de esta línea —más de 400.000 personas cada día—. Y, aun así, el plan de contingencia ha sido insuficiente desde el primer minuto.
Ayuso habló de futuro, pero el presente se le derrumba bajo los pies de los viajeros. Las obras —necesarias, sí— arrancaron el 6 de septiembre y se prolongarán hasta fin de año (con horizonte real de reapertura el 1 de enero de 2026). Entre tanto, la ciudadanía ha descubierto que un tren que mueve 800–1.000 personas no se reemplaza con un autobús que apenas admite 50–60. La matemática es testaruda. La planificación, inexistente. El resultado, previsible: retrasos, empujones y rabia.

Una ciudad excavada y sin plan
No es solo la L6. Madrid sufre un rosario de frentes abiertos: soterramiento de la A-5, obras en un tramo del Paseo de la Castellana, trabajos en Conde de Casal y la cubrición de la M-30 en Ventas. La simultaneidad multiplica los cuellos de botella y convierte cada alternativa en un callejón sin salida. “Buscar la alternativa de la alternativa” es la expresión que ya circula entre expertos en movilidad. Y tienen razón: la ausencia de coordinación entre Comunidad y Ayuntamiento ha montado un laberinto perfecto para llegar tarde a clase, al trabajo o a una cita médica.
El dispositivo de refuerzo —dos líneas especiales y gratuitas, SE5 (Cuatro Caminos–Moncloa) y SE6 (Moncloa–Legazpi), y más trenes en L1, L2 y L3— nació corto. Los conductores de la EMT se comen los enfados, las marquesinas rebasan su capacidad y la información en tiempo real llega tarde o mal. Hay una obviedad que Ayuso prefiere no mirar: si cierras el arco este de la línea circular en septiembre, con universidades en marcha y la vuelta al cole, te explota en la cara.
Excusas y desvío de culpas
Lejos de asumir su responsabilidad, la presidenta volvió a su libreto: culpar a Cercanías y al ministro de Transportes, Óscar Puente. En televisión, justificó el colapso del metro con una lista de “incidencias” donde llegó a mencionar intentos de suicidio. Con esa frase, Ayuso no solo descargó la gestión en factores ajenos; también banalizó un problema de salud mental y trató de esconder una mala planificación con el dolor de otros. Imperdonable.
El contraste entre la arrogancia del discurso y la torpeza de la gestión quedó aún más expuesto cuando se enredó explicando la reapertura de la 7B, una línea que acumula años de cierres, grietas e indemnizaciones. Si no puede hilvanar una frase clara sobre el metro que dirige, ¿cómo pretende convencer de que hay un rumbo?
Colas, retrasos y buses que no dan abasto
Los testimonios se repiten: estudiantes atrapados en Moncloa, viajes de más de una hora y cuarto desde Conde de Casal a Cuatro Caminos, usuarios que encadenan tres transbordos para llegar a tiempo. Los datos cantan: 400.000 personas diarias usaban la L6. La sustitución por autobuses especiales nunca iba a absorber ese flujo, y detraer servicios de otros barrios solo desplaza el problema. El gobierno regional presume de “flota suficiente”, pero la ciudad ve otra cosa: C1 y C2 saturadas, Bicimad intermitente, y un Consorcio sin reflejos en hora punta.
La presidenta puede intentar culpar a Puente, a Renfe o a la alineación de los astros. Pero el metro, la EMT y el plan de obras son suyos. Cuando algo falla en cadena, no es mala suerte: es mala gestión.
Obras a contrarreloj electoral
La simultaneidad y las prisas tienen un aroma inequívoco: inaugurar antes de las elecciones municipales y autonómicas de 2027. Es la táctica clásica: construir ahora, cortar cintas después. El problema es que entre la foto de mañana y el caos de hoy hay vidas reales, matrículas que se pierden, citas médicas a las que no se llega y pequeños negocios que ven caer clientes porque “Madrid está imposible”. Si el calendario político manda más que el sentido común, la ciudadanía paga la factura.
Lo que haría falta (y no se hace)
No se trata de negar obras imprescindibles. Se trata de planificarlas con cabeza:
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Escalonar cierres y coordinar Comunidad y Ayuntamiento para que una alternativa no choque con otra obra.
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Reforzar de verdad: autobuses articulados adicionales, no reasignados de barrios periféricos; frecuencias reforzadas en las líneas que absorben el flujo de la L6.
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Información en tiempo real clara, con tiempos de espera reales y recomendaciones de ruta dinámicas en pantallas y apps; avisos específicos para campus y hospitales.
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Protocolos de accesibilidad garantizados: si cierras tramos, aseguras ascensores, rampas y refuerzos en los intercambiadores.
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Planes específicos para universidades durante septiembre y octubre: lanzaderas de alta frecuencia y carriles bus provisionales en los accesos a Ciudad Universitaria.
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Evaluación pública semanal de cargas y tiempos, con datos abiertos y comparecencias técnicas, no propaganda.
Nada de eso exige milagros, solo trabajo y humildad. Lo contrario —disculparse en otros y embroncar el debate con ocurrencias— es puro humo.
Madrid no necesita discursos con eslóganes; necesita gobernantes que sepan que una estación atestada dice más sobre su gestión que diez minutos de aplausos en la Asamblea. Ayuso pidió confianza mientras la ciudad esperaba un autobús que no llegaba. La política no es un plató: es una cola en Moncloa a las ocho de la mañana. Y, hoy por hoy, esa cola es el retrato fiel de su Gobierno.