Lo que el río te da, el río te lo quita. Este dicho popular ha circulado entre los agricultores valencianos de generación en generación desde tiempos medievales, cuando el sultán mandó construir las acequias que aún perviven. Solo que esto no es un río cualquiera desbordado. Es la propia tierra enferma regurgitando su vómito marrón y revolviéndose contra el ser humano por todo el daño causado. La Madre Gea ha dicho basta ya, hasta aquí hemos llegado, y ha empezado a barrer toda la porquería sobrante del planeta. La imagen de los coches apilados como montañas de ferralla, durante la riada de Valencia, no deja de ser simbólica. El automóvil, gran invento del enloquecido siglo XX, es, con su dióxido venenoso, uno de los grandes culpables del cambio climático. Uno de los asesinos de verdad. La Tierra, con su furia telúrica, ha cogido miles de coches, los ha levantado en el aire como barquitos de papel y los ha llevado, flotando en el diluvio, hasta un rincón de la historia. Es como si el planeta nos hubiese dicho: ahí tenéis vuestra basura, yo no la necesito para nada.
Hay algo extraño, casi sobrenatural, que se nos escapa en todo esto. Estamos jugando una batalla desigual contra el enemigo más poderoso, que no es Putin, ni el terrorismo islámico, ni siquiera Netanyahu con su aliento fétido genocida. Hablamos de un planeta entero que agoniza y que lanza su último esputo terminal. Hoy ha sido la riada de proporciones bíblicas de Valencia, mañana el apocalipsis climático caerá sobre el centro de Europa, la India o el Senegal. El colapso metabólico planetario es general: la temperatura aumenta, los polos se derriten, el calor asfixiante en verano, las nevadas que anticipan glaciaciones en invierno, la subida del nivel del mar, la desaparición de miles de especies animales y vegetales cada día. Los científicos nos alertan cada año, pero mucho nos tememos que, o no nos están contando toda la verdad, o ni siquiera ellos son conscientes del cataclismo universal que se nos viene encima de una forma más rápida y súbita de lo que cabría pensar.
La Albufera, última joya verde de los valencianos, amanece hoy completamente contaminada. El agua que ha desembocado allí desde las montañas, arrastrándolo todo a su paso, ha depositado escombros, desperdicios, lodo, líquidos tóxicos y contaminantes. Flota una lavadora en medio de la hasta hace poco hermosa laguna protegida. En cualquier otra circunstancia, esta noticia abriría los periódicos a cinco columnas; hoy queda ensombrecida por la magnitud de otras calamidades más urgentes, como la pérdida de vidas humanas y la destrucción de decenas de pueblos, antes florecientes, hoy reducidos a poblados prehistóricos.
Mientras tanto, los valencianos retiran el lodo, calle a calle, casa a casa, con el barro hasta las cejas y la rabia contenida. De todo este fin del mundo se salva lo mejor del ser humano, las oleadas de voluntarios que acudieron al grito de socorro de sus paisanos sin pensárselo dos veces. Filas de personas silenciosas con cubos, escobas y bolsas de comida hasta donde alcanzaba la vista; hileras kilométricas atravesando los puentes de la solidaridad en dirección a la zona cero. Gente corriente, hombres y mujeres, muchos de ellos jóvenes, convertidos en héroes anónimos que ahora mismo no reparan en la ineptitud de sus políticos, ni en si el culpable es fulanito o menganito, ni en el odio cainita que florece entre el limo cenagoso, caldo de cultivo de enfermedades y de futuras guerras civiles. Solo piensan en ayudar a sus vecinos, en retirar un palmo más de cieno, en sacar un trasto más de una casa, en llevar una botella de agua más a un jubilado, a una mujer embarazada, a un moribundo abandonado. Ellos son el orgullo del país. Tenemos dos fuerzas que nos ayudan a vivir: el olvido y la esperanza, dijo Vicente Blasco Ibáñez, precisamente el escritor del sufrimiento entre las cañas y el barro.
Pero entre toda esa marea de solidaridad, en medio del poble que salva al poble, están también los otros, las bestias con sus bramidos, los de la manada que gritan como demonios salidos del averno, los que insultan, los que agitan las calles y las redes sociales (auténtico altavoz del fascismo posmoderno). Los que no dudarían en linchar a un presidente del Gobierno hasta colgarlo por los pies, como anunció Abascal en su día. Estos salen a la calle con palas y vuelven con palos. Van a las áreas devastadas aparentando ayudar y terminan inoculando el parásito, que no es el de la disentería o la salmonela, sino el de la violencia. Muchos de ellos viven lejos de la calamidad, a salvo en lujosas mansiones, protegidos por su dinero y buenos abogados. Lo que vimos ayer, el triste y denigrante espectáculo del abucheo y lanzamiento de puñados de lodo a las autoridades (a los reyes, a Sánchez y a Mazón), no tiene nada que ver con la lógica indignación de los paiportinos, a los que se ha dejado abandonados, a oscuras, sin comida ni agua, durante los primeros días de la tragedia (bien por la incompetencia de quienes tenían que tomar decisiones, bien porque la calamidad es de dimensiones cósmicas y no hay Protección Civil ni Estado que valga ante tanto destrozo). Una cosa es el cabreo de los miles de damnificados y otra la sarna que corroe este país desde los tiempos de Viriato, la gentuza que va apestando la tierra y que remueve el barro del enfrentamiento civil allá donde puede, en la calle, en una plaza pública, en el vertedero cibernético de Elon Musk. A río revuelto, ganancia de pescadores, o sea la extrema derecha.
Lo de ayer no es, ni más ni menos, que el anticipo de lo que está por venir. Los efectos del cambio climático, con sus danas y tifones, no solo se reducen al paisaje devastado que queda después. Trae consigo la destrucción misma de la civilización humana. La miseria, la ruina, el hambre. La guerra de todos contra todos. La costra o sustrato perfecto para que los oportunistas del nuevo nazismo posdemocrático, los salvapatrias y charlatanes, los demagogos y propagadores de bulos e infundios de todo tipo, contribuyan al hedor de la riada con más pestilencia. El mismo abono fatal que quedó tras el huracán Katrina y del que emergió un dios terrible de barro e infamia llamado Donald Trump. Ese otro patán que puede ponerse a los mandos del mundo libre en las próximas horas.