El catalán, el valenciano, el gallego y el euskera son lenguas con papeles

No son adorno autonómico ni capricho identitario, son lenguas completas, vivas, y protegidas por ley

15 de Junio de 2025
Actualizado a las 11:48h
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El Catalán, el valenciano, el gallego y el euskera son lenguas con papeles

Siguen existiendo, hablándose, escribiéndose y cantándose, pese a que algunos se empeñen en tratarlas como si fueran restos arqueológicos. Negarlas no las hace desaparecer. Solo retrata a quien lo intenta.

Dicen que en España se habla español. Y punto. Lo dicen con la rotundidad de quien nunca ha pisado más allá de su barrio, y con la firme convicción de que el catalán es una moda, el gallego un susurro marinero, y el euskera un código cifrado creado por hobbits. Lo dicen, sobre todo, como quien se siente amenazado por una tilde que no reconoce.

Hace unos días, un tertuliano de sobremesa ,con ese tono entre experto y cuñado que tanto abunda, aseguraba que “esas lenguas regionales no sirven para nada”. “Para nada”, repitió con énfasis, como si acabara de descubrir América con una servilleta. Y lo dijo sin pestañear, convencido de que la riqueza lingüística es una amenaza nacional. Alguien, por suerte, le corrigió amablemente:

“No es que no sirvan para nada. Es que tú no sabes para qué sirven. Que no es lo mismo, campeón”.

Y ahí quedó, descolocado entre el flan y la indignación.

Lo curioso es que quienes desprecian las lenguas cooficiales no suelen hablar más de una, pero llevan consigo una especie de brújula ideológica que les indica dónde empieza el “adoctrinamiento” (spoiler: justo cuando alguien dice “bon dia” o “boas tardes”). Porque sí, en su mundo, hablar catalán en Cataluña es una provocación, usar gallego en Galicia es “cerrarse puertas”, y decir “egun on” es poco menos que un acto de rebelión.

Puestos a exagerar, uno podría decir que algunos españoles conviven con las lenguas cooficiales igual que con los enchufes de tres clavijas: no los entienden, no los necesitan y se enfadan cuando se los encuentran.

Pero resulta que esas lenguas, que para algunos son un estorbo burocrático, son, en realidad, el idioma materno de millones de personas, el vehículo de su memoria, su forma de nombrar el mundo y hasta de llorar con más precisión. No se trata de sentimentalismo barato, sino de algo tan básico como entender que hablar una lengua no es un capricho, es un derecho. Y despreciarla, una forma sutil (o no tanto) de decirle a alguien que su cultura estorba.

Lo más gracioso ,aunque sin pasarnos, es que los mismos que piden respeto por sus tradiciones cuando les quitan los toros del cartel, consideran que hablar gallego en la administración es una “pérdida de tiempo”. La paradoja sería divertida si no fuera tan común.

Al fondo de esta historia late una idea peligrosa: que solo una lengua representa “lo español” y que lo demás son adornos folclóricos que se toleran por cortesía constitucional. Como si los hablantes de euskera no pagaran impuestos o los catalanohablantes tuvieran que pasar una ITV emocional para demostrar que también son ciudadanos.

Y aquí conviene recordar algo obvio que, sin embargo, no todos aceptan: la Constitución no dice que haya una lengua y muchas molestias. Dice que hay una lengua oficial y otras cooficiales. Que no es lo mismo que subordinadas.

Quien desprecia una lengua no es un defensor del castellano, sino un enemigo de la diversidad. Y lo que comienza con una burla a un acento termina, más pronto que tarde, en la negación del otro. Por eso, cuando alguien dice que el gallego “no vale para nada”, que sepa que con esa frase ha dicho más sobre sí mismo que sobre la lengua. Porque, no hay lenguas inútiles, solo orejas cerradas.

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