Imprescindibles, ese gran programa de la 2 de Televisión Española tan necesario, ha dedicado un amplio reportaje a Manuel Chaves Nogales. Sevillano de la calle Dueñas, hijo de un hombre de letras y una concertista de piano, republicano y masón, hablamos del reportero español por antonomasia de la primera mitad del convulso siglo XX. Periodista escritor, o escritor periodista (qué más da eso, lo uno no se entiende sin lo otro), Chaves Nogales dejó cientos de artículos sobre los más diversos temas, política nacional e internacional, acontecimientos históricos, revoluciones sociales, ecos de sociedad, costumbrismo, entrevistas y hasta asuntos taurinos, muchos de ellos auténticas joyas del periodismo patrio, del relato corto y la narrativa en general.
Pero, ante todo, Chaves Nogales fue un renovador, un pionero que se anticipó en varias décadas a eso que más tarde se llamaría “el nuevo periodismo”. Lo que hicieron Tom Wolfe y Truman Capote en los años sesenta lo hizo mucho antes, en los veinte y treinta, nuestro más célebre reportero. Y todo gracias a un manual tan sencillo como eficaz, “andar y contar”, es decir, ir, ver y escribir, estar presente en el lugar y en el momento de la noticia, ser testigo de la historia, esa máxima de oro del oficio que va camino de perderse por culpa de una prensa digital que todo lo hace ya desde la silla de la redacción, desde el ordenador y con un corta y pega de Google.
Corresponsal en París, Chaves lo mismo enviaba una crónica para el Ahora sobre la decadencia de la democracia parlamentaria que la última aventura amorosa del Aga Khan con una princesa. Allí donde pasaba algo digno de ser contado, allí estaba el todoterreno para inmortalizar el acontecimiento con un sabroso titular y una buena foto (concebía el periodismo moderno como un texto siempre acompañado de imagen e incluso le gustaba retratarse en el epicentro del suceso para levantar acta de su presencia en el lugar). Esa pasión por la aventura, esa madera de reportero total, le llevó a moverse por toda Europa a un ritmo frenético, tanto es así que un día podía estar en España cubriendo la Sanjurjada, enviando material sobre la Revolución Asturiana, entrevistando a Lerroux, a Alcalá Zamora, a Macià, a Pío Baroja o al torero Belmonte, y al siguiente ya andaba por Moscú como Pedro por su casa, como si gozara del mágico don de la ubicuidad en un tiempo en que el transporte y las comunicaciones no eran precisamente fáciles.
Chaves Nogales estuvo allí donde pocos se atrevieron a llegar. Con ese espíritu del corresponsal incansable y de culo inquieto, se trasladó a Lisboa para recibir a la piloto Ruth Elder, la “Miss América de la Aviación” rescatada en el océano Atlántico; a la Rusia comunista para contrastar de primera mano que aquella revolución, lejos de salvar al ser humano de la servidumbre, lo sumía en otra esclavitud tanto o más oscura que la zarista; a la Italia de Mussolini y a la Alemania nazi, donde comprobó con horror que los llamados campos de trabajo para voluntarios eran en realidad centros de represión, tortura y exterminio para presos políticos y minorías étnicas de donde pocos lograban salir con vida. Fue allí, en el Berlín hitleriano, donde tuvo la oportunidad de entrevistar al siniestro Goebbels, quien le puso una condición para concederle la exclusiva: que el texto se limitara a un frío pregunta/respuesta sin más añadidos personales ni interpretaciones subjetivas del reportero. Lógicamente, Chaves Nogales se saltó a la torera la ordenanza del nazi, no en vano siempre fue un independiente que jamás se dejó amedrentar por los “hunos ni por los hotros”, ambos bandos empeñados en fusilarlo algún día. Con ese talante de hombre comprometido con la libertad, con la democracia y los derechos humanos, escribió una de las grandes entradillas de la historia del periodismo español, calificando al jefe de propaganda del partido nazi de tipo “grotesco y ridículo”, con su “pata torcida” y siempre vestido con aquella patética “gabardinita”. “Es de esa estirpe dura de los sectarios, de los hombres votados a un ideal con el cual fusilan a su padre si se les pone por delante. En España no ha habido así más que algunos curas carlistas, hace ya muchos años”. Touché. El traje que le hizo enfureció tanto al monstruo, que fue incluido inmediatamente en las listas negras de la Gestapo. Y ya para siempre.
Chaves Nogales, injustamente condenado al olvido durante tanto tiempo, es un autor cuya importancia aumenta con el paso de los años y con el devenir de los acontecimientos históricos. Si hoy viviera, volvería a alzar su voz contra el odio cainita de las dos Españas, pero también contra el nuevo fascismo emergente y contra el bulo y la desinformación. Ya lo hizo en 1934, cuando viajó a Marruecos para comprobar si era cierta la leyenda urbana de que aún quedaban soldados españoles cautivos tras el levantamiento de las tribus rifeñas. “No hay prisioneros. La despiadada fantasía urdida alrededor de los desaparecidos en la catástrofe de Annual”. Así tituló aquella crónica enviada por cable para desvelar la verdad sobre una inmensa mentira.
La derecha siempre ha querido apropiarse de la figura de Chaves Nogales, algo extraño si tenemos en cuenta que fue republicano, azañista y masón; que sin ser revolucionario tomó parte en la causa antifascista durante la Guerra Civil; y que en el prólogo de su imprescindible A sangre y fuego escribió que “el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano”. Lo único cierto, y siendo justos, es que en sus crónicas –canela en rama de ese estilo directo, transparente, por momentos lírico y profundo tan chavista de Chaves–, le arreó a los totalitarismos de uno y otro signo, a los rojos y a los fachas, a los caciques partidarios de la Monarquía o la Dictadura (“pistoleritos flamencos y señores con rifle”) y a ese proletariado analfabeto que sin saber lo que era el comunismo se dejaba engatusar por un “difuso ideal comunistoide, libertario, anarcosindicalismo o socialista revolucionario”, tal como escribió en aquel memorable reportaje sobre los jornaleros y el campo andaluz. También alertó sobre la seducción que el fascismo nazi provocaba en la juventud, un fenómeno que, por desgracia, retorna en nuestros días.
Cuando las tropas del Tercer Reich se acercaban a París, el exiliado Chaves Nogales pidió a su familia que destruyera sus escritos y emprendió la huida a Inglaterra, el último santuario europeo de la libertad. De haberse quedado en la capital francesa, habría terminado en Mauthausen con toda seguridad. Desde Londres, mientras caían las bombas, siguió escribiendo sobre lo que veía y lo que vivía –la barbarie, las ruinas, el dolor y la muerte– e incluso trabajó para Reuters y la BBC. Una peritonitis se lo llevó en mayo del 44, con solo 46 años. Ocho días después de su muerte, Franco lo condenó por conspirar con Negrín y por masón. De no haberse cruzado la muerte en su camino, habría sido el primer enviado especial en poner pie en las playas de Normandía, de eso no tenemos ninguna duda. Fue, simple y llanamente, el mejor periodista de su tiempo. Y un demócrata de los de verdad.