La política portuguesa se fragmenta mientras crece la tolerancia ciudadana hacia la corrupción, especialmente en la derecha. Hace apenas unos años habría sido impensable: la ultraderecha portuguesa de Chega ha irrumpido con fuerza en el Parlamento. Lo ha hecho envuelta en escándalos, bajo la lupa de acusaciones de corrupción y comportamientos éticamente reprobables. Y, sin embargo, el voto no solo no les ha castigado: los ha premiado.
Con 58 escaños, Chega igualó al histórico Partido Socialista y se convirtió en la segunda fuerza política del país. La coalición conservadora de la Alianza Democrática (AD), aunque ganó las elecciones, lo hizo sin mayoría absoluta y bajo una presión creciente desde su derecha más dura.
El ascenso de Chega, liderado por André Ventura, se ha producido en un contexto paradójico. Por un lado, varios de sus miembros han sido protagonistas de escándalos difíciles de ignorar: desde el diputado detenido por robar maletas en aeropuertos hasta un concejal acusado de prostitución de menores. Por otro lado, el discurso de Ventura no ha variado: promesas de “tolerancia cero” contra la corrupción, la criminalidad y la inmigración. La disonancia entre palabras y hechos, lejos de pasarles factura, ha sido amortiguada por una narrativa eficaz que apela al resentimiento y al cansancio ciudadano.
El fenómeno no es exclusivo de Chega. En la derecha tradicional, los efectos del desgaste institucional también son palpables, aunque no hayan impedido su victoria. La Alianza Democrática (AD), liderada por Luís Montenegro, ganó las elecciones, pero sin mayoría absoluta, en un Parlamento profundamente dividido. Montenegro no ha estado exento de polémica: su entorno político también se ha visto afectado por investigaciones y sospechas, lo que ha contribuido a alimentar la percepción de que la corrupción atraviesa todo el espectro político. La dimisión del ex primer ministro António Costa en 2023, pese a no estar imputado ni acusado formalmente, también debilitó al Partido Socialista, alimentando aún más el desencanto con los partidos tradicionales.
En este clima de desafección, la corrupción se ha transformado en una especie de ruido de fondo. Los votantes, lejos de exigir ejemplaridad, parecen haber asumido que la política está inevitablemente contaminada. El criterio dominante ya no es la integridad, sino quién promete mano dura, orden o una ruptura con “los de siempre”. En otras palabras: se tolera el barro mientras se grite contra él.
Chega ha sabido interpretar ese hartazgo mejor que nadie. La coherencia entre su discurso y sus prácticas es casi irrelevante: lo que cuenta es la actitud desafiante, el lenguaje directo, el enemigo claro. La corrupción, en este marco, deja de ser un obstáculo electoral para convertirse en un síntoma aceptable del “todos roban”, con la salvedad de que al menos ellos “dicen lo que piensan”.
Así, Portugal se suma a una tendencia europea más amplia: la normalización de la corrupción dentro de las derechas y ultraderechas, siempre que venga envuelta en la bandera de la indignación popular. El resultado no es solo un Parlamento más fragmentado, sino también un electorado cada vez más dispuesto a votar desde el resentimiento, la desesperanza o el cinismo. La factura de la corrupción, de momento, la paga la democracia.