La damnatio memoriae era una práctica consistente en borrar cualquier recuerdo de un enemigo del Estado tras su muerte. Todo se enterraba en el mar del olvido, retratos, esculturas, monumentos, cartas y escritos. El Tío Donald, con su agilidad para promulgar nuevos decretos ultras contra la legislación demócrata, se ha marcado una damnatio memoriae con Joe Biden. Dos mil años después, volvemos a la antigua Roma.
Lo de ayer, la entronización del nuevo Nerón mundial en el Capitolio, fue la performance guionizada por un histrión maquiavélico, narcisista y megalómano. Una mente enferma que confunde el poder con el negocio, la política con el nepotismo, la democracia con el show business y el bien común con su propio ego. El mundo entero pudo asistir, estupefacto, en prime time y en directo, a la culminación del trumpismo, que no es más que un brote psicótico desencadenado por la delirante fiebre del odio (a fin de cuentas, lo que viene siendo el fascismo desde hace más de un siglo). Todo fue surrealista y lisérgico, desde el modelito de la emperatriz Melania –verdadera declaración de intenciones a caballo entre el estilo puritano de señorita Rottenmeier y la inspiración mafia siciliana del siglo pasado– a la cara del acomplejado (y quizá traumatizado) Barron Trump, el vástago envarado del líder republicano destinado a suceder al padre para perpetuar el nuevo Reich trumpista (la prole de Mar-a-Lago es una peste extensa y promete dar generaciones enteras a la nueva dinastía).
Desde el principio se vio que aquello no iba a ser normal ni una toma de posesión presidencial al uso, tal como se lleva haciendo según la tradición de los padres fundadores desde los tiempos de Abraham Lincoln y Thomas Jefferson. Trump, ese hombre incongruente y paradójico que se declara racista mientras cuelga el retrato de Martin Luther King en su despacho, iba a dar el cante ante el planeta entero y bien que lo dio. El paleto del pelo pajizo convirtió el acto más solemne de la democracia norteamericana en una patochada populista, en una barbacoa de establo o rodeo tejano con mucha birra, gorras de béisbol y carne asada. La democracia se destruye degradando sus rituales y eso es precisamente lo que está haciendo Donald Trump: desmantelar el Estado derecho; acabar con el sistema para imponer el suyo propio.
En La conjura contra América, el gran Philip Roth plantea un escenario distópico en el que Franklin Delano Roosevelt es derrotado en las elecciones de 1940 por el nazi Charles Lindbergh, empeñado en implantar un régimen racista marcado por el antisemitismo. Veinte años después de que el maestro de Newark escribiera la novela, anticipándose a la pesadilla, la tesis se hace realidad. Trump cumple con las aspiraciones, fobias y anhelos de ese sector fascista de la sociedad estadounidense que siempre estuvo ahí, incluso cuando los marines desembarcaron en Normandía para derrotar al totalitarismo. Quien haya leído Los desnudos y los muertos, el novelón de Norman Mailer, sabrá por la pluma de un periodista en primera línea de batalla de la Segunda Guerra Mundial que los soldados racistas no solo estaban en los ejércitos de Hitler, sino también entre las tropas yanquis, y que los judíos, negros y chicanos sufrían todo tipo de vejaciones y humillaciones mientras las unidades norteamericanas avanzaban haciendo el sacrificio en el sagrado altar de la libertad.
Ayer, tal como decimos, Trump abrió una nueva era en la historia de la humanidad, el nuevo desorden mundial o “edad dorada” del fascismo posmoderno, según declaró él mismo tomándole prestada la frase a Benito Mussolini, ahí es nada. Pero el instante más terrorífico (más allá del momento en que Trump proclamó aquello de a “perforar, baby, a perforar”, inaugurando el retorno a los combustibles fósiles como fuente de energía y sin duda dando rienda suelta al complejo sexual freudiano que lleva dentro) llegó cuando abrió el estuche de piel, sacó su arsenal de rotuladores infantiles y se puso a firmar decretos como churros (Trump tiene mucho de gran churrero de la política que da a beber aceite de colza desnaturalizado a su parroquia). Ese momento en que empezó a abolir los avances de los últimos años, uno tras otro, mientras el vulgo enfervorecido le aplaudía y vitoreaba como aquellos romanos del Coliseo antes de que el cristiano de turno terminara martirizado, produjo una honda tristeza a toda persona de bien boquiabierta ante el televisor. En apenas unos minutos, se ventiló el Acuerdo de París que saca a Estados Unidos del plan global contra el cambio climático, condenó a miles de inmigrantes a la deportación y promulgó su descabellado plan de austeridad para despedir a miles de funcionarios. Todo ello bajo la atenta mirada de la pandilla gamberra del Gran Hermano de nuestro tiempo que controla y manipula las mentes, o sea los Musk, Zuckerberg y Bezos entregados ya al trumpismo más abyecto. De la basura del nacionalismo y el empacho de tecnología digital descontrolada nace este monstruo voraz desconocido hasta hoy, el ciberfascismo (como decimos nosotros) o la “tecnocasta” (como dice Pedro Sánchez copiándonos la inspiración), un peligroso engendro que va a transformar el curso de la historia y la esencia misma de la humanidad. Fue Eisenhower quien, en su histórico discurso de despedida, alertó de que la democracia debía cuidarse muy mucho ante la “adquisición de influencia del complejo militar-industrial”. Ya estamos en ese momento. Las grandes corporaciones se funden con el poder político para hacer negocio, para invadir México y Groenlandia y para que Elon Musk pueda enviar sus cruceros espaciales de ricos a Marte.
Lo que vivimos ayer fue, ni más que menos, que la crisis o diarrea mental de un millonario algo grillado, sin medicar y adicto a la coca cola (ha ordenado colocar un botón en el Despacho Oval, junto al Teléfono Rojo del Apocalipsis nuclear, para que le surtan de latas full time). Beber demasiada cantidad de ese refresco ha debido calcificar las neuronas de este sujeto. Durante la firma de decretos, no pasó inadvertida esa rúbrica de psicópata que se gasta y que es, en sí misma, una cortante alambrada de espinos síntoma de su grave xenofobia. Ahora dice que sueña con cambiar las fronteras del mapamundi para rebautizar el Golfo de México como Golfo de América,quizá, quién sabe, como Golfo de Trump. A nosotros nos da que el golfo es él.