En mayo de 1936, ya en los estertores de la Segunda República, la guerra civil llegó al Parlamento antes que a la calle. El clima de violencia verbal entre los políticos de aquel tiempo fue in crescendo hasta polarizar a las masas en dos grandes bloques predestinados a enfrentarse en el campo de batalla. Unos y otros, diputados de izquierdas y derechas, subían a la tribuna de oradores de las Cortes, se mentaban a las madres, se insultaban gravemente e incluso se acusaban mutuamente de instigar asesinatos. Alguno había que acudía al hemiciclo armado con pistola, por si acaso.
Para los anales de las Cortes quedó aquel episodio protagonizado por el diputado socialista Bruno Alonso González, que en una sesión parlamentaria acusó a Calvo Sotelo de fascista y le afeó que no tuviese el valor de declarar públicamente su ideología. De inmediato, el líder ultra de Renovación Española respondió llamándole “pequeñez” y “pigmeo”. Entonces Alonso lo tachó de “chulo” y le retó a salir a la calle para ajustar cuentas por las bravas, o sea a guantazos. Lógicamente, todo ello encendió los ánimos del Congreso, hasta el punto de que al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, le costó restablecer el orden. Para algunos historiadores, aquel suceso encendió la mecha que acabó con el asesinato del propio Calvo Sotelo y desencadenó el golpe de Estado del 36.
Por fortuna, hoy no estamos en aquel momento de la historia de España en el que los políticos apuntaban y los pistoleros disparaban en oscuros callejones. Pero sí hay señales inquietantes que nos advierten de que vamos por mal camino. Queramos reconocerlo o no, y siempre salvando las distancias, existen ciertos paralelismos entre una y otra época. Por ejemplo, la estrategia política de aquellas viejas derechas (sobre todo la CEDA, Renovación Española, monárquicos y Falange) sigue siendo muy parecida a la que ponen en práctica en la actualidad PP y Vox. En 1936 los partidos ultrapatrióticos trataban de desestabilizar a la Segunda República por todos los medios para reinstaurar la monarquía y un Gobierno autoritario al mando de un general del estilo Primo de Rivera. Para ello no tenían reparos en utilizar las Cortes Generales como altavoz amplificador de su propaganda antiizquierdista y reaccionaria. La consigna repetida hasta la saciedad era que el Ejército debía intervenir cuanto antes como un “cirujano” capaz de extirpar los grandes cánceres de la sociedad como el comunismo y el separatismo regionalista.
En nuestros días el mantra machacón empleado por las derechas españolas es otro distinto (que Pedro Sánchez se ha propuesto vender España a los independentistas de Carles Puigdemont para mantenerse en el poder a toda costa), pero los métodos siguen siendo calcados. El escenario de 1936 es diferente al de 2023, la mecánica es la misma. Incluso se repiten idénticos montajes mediáticos. Hace 87 años los españoles de entonces se desayunaban con las soflamas de la prensa antidemocrática más ultra que alimentaba el clima prebélico con titulares sensacionalistas como “Desórdenes sociales en España” con un solo objetivo: reprimir el movimiento obrero e imponer el falso mito de que la revolución bolchevique estaba a punto de estallar en nuestro país. Hoy basta abrir los tabloides de la caverna para entender que el apocalipsis sigue estando ahí bajo otra forma, otra configuración.
Aquella táctica de ruptura de la normalidad democrática a través de la falsa retórica y la difusión de un discurso catastrofista terminaron convirtiendo las Cortes Generales en un sangriento ring más que en un ágora de debate sosegado y pacífico para el intercambio de propuestas e ideas políticas. Los tradicionalistas del 36 lograron su objetivo con su discurso de la desestabilización y la tensión constante; los de hoy aún no han atravesado ese Rubicón, pero por momentos da la sensación de que están deseando hacerlo.
El caso del diputado Óscar Puente, gravemente escracheado y acosado por un agitador en un tren AVE, viene al pelo como ejemplo que debería alertarnos ante la gravedad de lo que está ocurriendo. El parlamentario socialista sacó el látigo durante el discurso de investidura de Feijóo y puso a las derechas en su sitio con las verdades del barquero. ¿Que fue duro en el tono y hasta hirientemente sarcástico? Puede, pero no mucho más que las cosas que se han escuchado últimamente en esa casa. Ese mismo día, el propio Santiago Abascal, líder de Vox y socio preferente del PP, se despachó a gusto con una sarta de insultos y vejaciones gratuitas contra Sánchez, al que dedicó lindezas como “el presidente más corrupto de la historia”, “villano” o el “Kennedy de Pozuelo de Alarcón”. Por si fuera poco, terminó su deleznable alegato con una siniestra amenaza a la democracia española de seguir adelante la amnistía contra los encausados por el procés: “El pueblo español se defenderá. Después no vengan lloriqueando”.
Cada vez que Abascal sube a la tribuna de oradores de las Cortes este país retorna casi un siglo hasta lo peor de su historia y nos hace recordar a aquellos políticos fanatizados del siglo XX que nos arrastraron al verdadero apocalipsis, al apocalipsis de verdad, al que costó un millón de muertos. Sin duda, este sería el momento de que los demócratas de nuestro país, los de un signo y de otro, se posicionaran sin ambages frente a los que practican esta especie de matonismo retórico que de momento se queda en lo verbal pero que, de continuar la espiral de crispación, quién sabe hasta dónde podría llegar. Sería el momento de que el Partido Popular pusiera pie en pared de una vez por todas y condenara sin paliativos la agresión sufrida por Puente, aislando a los violentos y a quienes los alientan. Por desgracia, ahí está un hombre mediocre, Elías Bendodo, coordinador general del PP, para demostrar que esta derecha no tiene solución, ya que no es muy diferente de aquella otra de antaño que con sus discursos reaccionarios helaba la sangre de los españoles. “Óscar Puente es un político faltón. Se juntaron el hambre y las ganas de comer; un político faltón y otro en frente que le insulta y le falta al respeto”, aseguró el portavoz popular fijando la postura oficial de Génova sobre este turbio asunto.
Más tristes y preocupantes todavía fueron las palabras de Miguel Tellado, vicesecretario de Organización del partido, poniéndose de lado del agresor en lugar de defender a la víctima. “Óscar Puente no ha sido víctima de una agresión. (…) Mi crítica es contra el matonismo de este PSOE, retratada en la violencia verbal (Puente) y física (Viondi) que hemos visto esta semana. Todo lo demás es una tergiversación del equipo de opinión sincronizada del PSOE”, escribió en un tuit. Confundir un discurso duro aquilatado de verdades –el que articuló Puente en la sesión de investidura–, con la violencia verbal, resulta cínico y maquiavélico, además de patético. Pero es que además el partido socialista ha cesado de forma fulminante a Daniel Viondi por sus intolerables cachetadas en la cara al alcalde Martínez-Almeida. Está por ver que el PP sea así de contundente con los comportamientos antidemocráticos de algunos de los suyos. Han pasado ya varios días y Feijóo aún no ha despedido a quienes justifican el matonismo político. ¿Será que no han salido del 36?