A la derecha de este país nunca le gustó trabajar. ¿Para qué si ya lo hace el sumiso obrero que le regala altruistamente sus plusvalías? En Vox presumen de representar a la España que madruga, pero a la hora de la verdad los que madrugan siempre son otros, el pueblo llano, el sufrido proletariado que soporta sus esclavistas leyes laborales. En El buen patrón, la magnífica película de León de Aranoa, hay una escena que resume a la perfección lo que es la élite empresarial y política de este país. El señor Julio Blanco (encarnado en un portentoso Javier Bardem), y su señora, cenan plácidamente con unos amigos cuando el industrial, sosteniendo un copón de buen vino tinto, se viene arriba y presume de haber levantado un imperio con algo tan prosaico como la venta de balanzas de precisión. Entonces la abnegada esposa le pone los pies en el suelo, lo baja de nuevo a la Tierra y le recuerda que, trabajar trabajar, lo que se dice trabajar, poquito, ya que la empresa le llegó en herencia de su padre. Entonces el magnate, con gesto contrariado por el sibilino zasca de la parienta, responde destilando el más puro cinismo reaccionario: “Heredar es una carga también, eh, de responsabilidad”.
Todo aquel que haya visto la película aprenderá algunas cosas interesantes sobre esa España nuestra de hoy. La gran mentira del paternalismo franquista que muchos empresarios siguen practicando sin pudor (“vosotros sois como mis hijos”, repite una y otra vez a sus trabajadores el hipócrita señor Blanco mientras firma cartas de despido); el gran drama del capitalismo salvaje, que sabe bien cómo dividir al proletariado hasta desclasarlo, desarmarlo y derrotarlo por completo; y que el poder económico, el político y el mediático, o sea el caciquismo franquista de siempre, sigue estando más vivo que nunca.
Ayer, los señores Blanco de la Comunidad Valenciana firmaron un infame acuerdo que abre la puerta del poder a los nuevos buenos patrones. Y, una vez más, volvieron a demostrar que cuando se trata de ponerse a trabajar se les caen los anillos. Al término de la histórica reunión, la coalición PP/Vox remitió a los medios de comunicación un escueto y abstracto documento en el que daba a conocer el supuesto programa político del recién nacido bifachito montado por el barón popular Carlos Mazón. Una hoja de ruta que se ventilaron en cinco puntos deprisa y corriendo. Un papelucho, una servilleta de bar arrugada y con una pésima redacción. En ese folio malo, en esas 218 palabras atropelladas que van a marcar el futuro de más de cinco millones de valencianos, quedó resumido el programa de la nueva derecha ultra para la posteridad: “Libertad para que todos podamos elegir; desarrollo económico para reducir gasto innecesario e impulsar la economía; Sanidad y servicios sociales para reforzar la sanidad pública y los servicios sociales; señas de identidad para defender y recuperar nuestras señas de identidad; y apoyo a las familias para fomentar la natalidad, seguridad y promoción de las familias”. Y hasta ahí, punto pelota, firma Carlitos y vámonos ya, que hemos reservado mesa en un tres estrellas Michelin y se nos pega el arroz.
Es evidente que ninguna de las dos partes tenía preparado un programa de Gobierno (se han pasado la campaña dando la matraca con la unidad de España) y tuvieron que improvisar sobre la marcha. En un cuarto de hora de nada, en un cuarto de hora de mierda, se trazaron los próximos cuatro años de políticas valencianas, las grandes líneas maestras de la economía regional, la delicada situación de la Ford, la sensible educación pública, la naranja agonizante, la Albufera tan amenazada como Doñana, la sanidad en ruina, las necesarias políticas sociales (a estas no les dedicaron ni un solo minuto, ya se apañarán los perroflautas subvencionados de la izquierda si se han quedado en la estacada por la crisis) y en ese plan. Un párrafo, un miserable párrafo de apenas doscientas palabras. Eso es lo que piensa dedicarle la gran derecha agraria y horchatera levantina a las vidas de miles de valencianos.
Esa chuleta impresentable, ese contrato bilateral quizá fabricado con un trozo de papel higiénico arrancado de los aseos de Les Corts, ese gurruño manchado de café para engañar al pueblo y que parezca que la élite burguesa va a hacer grandes cosas por su tierra, quedará como gran símbolo de esta oscura y triste época trumpista que nos ha tocado vivir. No. No les gusta trabajar, son los señoritos y caciques de siempre, y mucho nos tememos que detrás de ese sainetillo o vodevil en el que PP y Vox escenificaron un gran acuerdo, que a fin de cuentas no era más que humo hecho celulosa, no hay más que lo mismo de siempre: megalómanos proyectos para enriquecimiento de pocos y ruina de muchos, grandes pelotazos urbanísticos, campos de golf que ya no se pueden regar tan profusamente como en los viejos tiempos del fabrismo aznarista porque no queda agua, y cortesanos arrimados al poder, oportunistas, fulanos con gomina e impostores con chaleco, monóculo y bigote a la moda franquista decimonónica. El capitalismo de amiguetes de toda la vida, o sea.
Durante los años del Govern del Botànic, con Ximo Puig en la jefatura, se han vivido días de política decente limpia de corrupción. Y se han acometido interesantes reformas para el ciudadano. Lo cual no es poco. Ahora vuelve la derecha gamberra, la Sodoma y Gomorra del chiringuito, el descapotable aparcado bajo las palmeras de la Malvarrosa y el hotelaco a pie de playa. Dicen que van a mirar por el bien de todos los valencianos, pero los conocemos bien. Son los mismos de antes, diferentes perros con los mismos collares de oro. Ese buen patrón de traje carísimo, corbata rosa, voz carajillera y perfume caro que despide un fuerte tufo a cacique de toda la vida.