Un Estado que se defiende, el nuevo plan anticorrupción del Gobierno Sánchez

Ante la presión judicial y mediática derivada del ingreso en prisión de Cerdán, Sánchez ha optado por una respuesta de amplio alcance institucional para reforzar la prevención, modernizar la persecución penal, garantizar la restitución del daño causado

10 de Julio de 2025
Actualizado a las 9:40h
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Un Estado que se defiende, el nuevo plan anticorrupción del Gobierno Sánchez
Pedro Sánchez, durante su comparecencia en el Congreso.

En política, las formas importan, pero los contenidos más. En medio de un clima enrarecido por casos de presunta corrupción de altos cargos del Partido Socialista y tras las críticas al supuesto inmovilismo institucional, Pedro Sánchez ha decidido responder con un plan que, más allá de su oportunidad política, es ambicioso en fondo, articulado en su diseño y, sobre todo, con vocación de permanencia. Lejos de una reacción defensiva, el Plan Estatal de Lucha contra la Corrupción presentado en el Congreso supone una reorganización integral del modelo español de integridad pública, que aspira no solo a castigar con mayor eficacia, sino a prevenir de forma estructural.

La principal virtud del plan reside en su arquitectura: no se trata de una suma dispersa de parches legislativos, sino de una estrategia con cinco grandes ejes que inciden en todas las fases del ciclo de la corrupción. Desde la identificación temprana de riesgos y la creación de una Agencia Independiente de Integridad Pública, hasta la inclusión de inteligencia artificial en los controles, pasando por reformas judiciales, patrimoniales y penales, el documento apuesta por un enfoque sistémico. Esta orientación responde a una convicción básica: la lucha contra la corrupción no puede limitarse al castigo postdelictivo, sino que debe incorporarse como dinámica habitual de funcionamiento del Estado.

El esfuerzo por integrar medidas preventivas no es nuevo en el derecho comparado, pero sí lo es en el contexto español en esta escala. La extensión obligatoria de los mapas de riesgos de corrupción en todo el sector público, inspirada en el modelo de gestión de los fondos europeos, permite anticipar fallos estructurales antes de que se conviertan en escándalos. En paralelo, la transformación digital del sistema de contratación pública mediante inteligencia artificial abre la puerta a una supervisión automatizada más eficiente, pero también más transparente, si se acompaña de auditorías ciudadanas y trazabilidad institucional.

El plan, sin embargo, no se agota en la modernización tecnológica. También se propone abordar el problema desde el plano político y cultural. Por primera vez, se obligará a partidos y fundaciones a publicar en solo 30 días cualquier donación superior a 2.500 euros. Esta medida no solo busca desincentivar la financiación opaca, sino también promover una cultura de transparencia activa que afecte a los actores políticos por igual. La ejemplaridad, en este sentido, se convierte en una exigencia transversal, que va desde los partidos hasta los altos cargos, sometidos ahora a controles patrimoniales aleatorios durante su mandato.

En el plano judicial, el plan introduce una combinación entre reformas estructurales, como el traspaso de la instrucción penal al Ministerio Fiscal, y ajustes procesales para dar preferencia a causas que impliquen a responsables públicos. También se duplican los plazos de prescripción para delitos como el cohecho o la malversación y se vinculan los beneficios penitenciarios a la devolución íntegra del dinero defraudado. Estas reformas suponen una respuesta directa a la demanda ciudadana de justicia rápida y proporcional, especialmente en los casos con mayor repercusión institucional.

El plan incluye también medidas pioneras en el ámbito empresarial. Las compañías que quieran contratar con la administración deberán contar con sistemas internos de cumplimiento normativo eficaces y verificables. Se endurecen además las sanciones: las multas podrán calcularse sobre los ingresos anuales y no solo sobre los beneficios ilícitos, siguiendo modelos como el británico. Y se implementará por fin un sistema público de exclusión de empresas condenadas, que impida que sigan operando con fondos públicos quienes hayan vulnerado la ley.

No menos relevante es el eje dedicado a la recuperación de activos, tradicional punto débil de los sistemas anticorrupción. Se refuerza la Oficina de Recuperación y Gestión de Activos y se introduce la figura del decomiso administrativo, que permite incautar bienes sin necesidad de condena previa, bajo estándares similares a los de Italia o Reino Unido. Esta herramienta, si se aplica con las debidas garantías, puede acelerar significativamente la restitución del daño causado al patrimonio público.

Finalmente, el plan reconoce algo fundamental: la corrupción no es solo un problema legal, sino también cultural. Por eso incluye formación obligatoria en integridad para empleados públicos, una campaña nacional de sensibilización y encuestas anuales sobre la percepción ciudadana de la corrupción. En lugar de confiar en el miedo al castigo, se trata de fomentar una cultura ética sostenida en el tiempo, donde las instituciones no solo sean eficaces, sino también ejemplares.

¿Una reforma técnica o un compromiso político de fondo?

El Gobierno ha querido blindar este plan con legitimidad técnica, institucional e internacional. Su elaboración ha contado con la implicación directa de la OCDE y con el aval del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa. Además, se establece un sistema de evaluación externa que, en uno y dos años, medirá el cumplimiento efectivo de los compromisos adquiridos. En otras palabras, la ejecución del plan no dependerá únicamente del impulso político, sino también del seguimiento público y externo.

Eso no significa que no existan riesgos. La eficacia real del plan dependerá de su implementación progresiva, del apoyo parlamentario para las reformas legales que requiere y, sobre todo, de su capacidad para consolidarse más allá del ciclo político. Porque la corrupción, como fenómeno estructural, no se combate con discursos, sino con sistemas que funcionen incluso cuando no hay titulares.

Pedro Sánchez ha optado por una vía institucional de fondo, más exigente que la respuesta partidista o comunicativa. No lo ha hecho sin cálculo —todo plan político lo tiene—, pero ha elegido el terreno de la integridad pública como espacio desde el que reconstruir confianza. Si se cumple lo prometido, España podría situarse entre los países más avanzados de Europa en materia de integridad, transparencia y rendición de cuentas. Si no, será otro plan frustrado más.

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