Hay algo profundamente revelador en el modo en que la derecha española se enreda con las palabras. Esta semana, el Partido Popular ha cruzado un umbral más en su deriva discursiva: Pedro Sánchez ya no es solo el adversario político al que hay que ganar en las urnas, sino una suerte de amenaza existencial, un enemigo de la patria, una amenaza para la democracia misma.
“Un peligro para España”, ha dicho Alberto Núñez Feijóo, a propósito de unas declaraciones del presidente del Gobierno sobre la actuación de ciertos jueces. Con esa mezcla de tono doctoral y vehemencia impostada que lo caracteriza, Feijóo ha elegido una vez más el camino de la desmesura, ese en el que cualquier crítica institucional se convierte en ataque al Estado y cualquier desacuerdo se traduce en traición.
Y, sin embargo, es el PP quien parece haber renunciado a toda noción de responsabilidad institucional, sustituyendo el debate político por una estrategia tan simple como peligrosa: alarmar, exagerar, caricaturizar. Si algo no les gusta, no es legítimo. Si alguien les gana, es ilegítimo. Si pierden, la democracia está en peligro.
De la crítica legítima al populismo judicial
Lo que Sánchez dijo —y convendría no perderlo de vista— fue una obviedad que muchos dentro y fuera del poder judicial suscriben: que hay jueces que, en ocasiones, parecen actuar más movidos por el cálculo político que por la ley, y que eso erosiona la credibilidad de una institución esencial para la democracia.
Eso no es un ataque al Estado de Derecho, sino un ejercicio de transparencia democrática. Porque una democracia sólida no es aquella que considera infalible a sus jueces, sino la que acepta que también pueden errar y que su labor debe estar sujeta a escrutinio. Y no hay poder que esté por encima del control público: ni el Ejecutivo, ni el Legislativo, ni tampoco el Judicial.
Pero al PP le viene muy bien hacerse el ofendido. Convertirse en defensor de la justicia cuando lo que realmente quiere es usarla como ariete político. Y ahí es donde empieza el peligro: cuando la oposición convierte la crítica legítima en una causa populista, arrastrando a la judicatura al barro partidista.
Una oposición sin proyecto... pero con muchos eslóganes
Desde hace tiempo, Feijóo vive atrapado en el personaje del hombre moderado que grita como si fuera un tertuliano de madrugada. Porque no tiene otra opción: su electorado más radical lo empuja, y su partido, en muchos tramos, ya no sabe distinguir entre estrategia y ruido.
Acusar a Sánchez de ser “jefe de una mafia”, como ha hecho la dirección popular en redes, no es solo irresponsable: es un insulto a la inteligencia de los ciudadanos y una banalización intolerable de lo que significa la corrupción real. Pero en el PP ya no hay freno: si hay que inflamar, se inflama. Si hay que tergiversar, se tergiversa. Y si hay que hacer el ridículo, se hace... con convicción.
Mientras tanto, ninguna propuesta concreta, ningún plan alternativo, ninguna visión de país más allá del desmontaje de lo hecho por el Gobierno. Hablan de “recuperar España” como si alguien la hubiera robado, y repiten que “volverán a entregársela a los españoles”, como si el resto de ciudadanos fuéramos okupas institucionales.
En este paisaje de hipérboles y victimismo, Feijóo intenta mantener su papel. Pero cada vez le cuesta más. Ha perdido el relato, la iniciativa y —lo que es más grave— la posibilidad de ser creíble como alternativa sólida al Ejecutivo. Porque para eso se necesitan ideas, y él solo tiene agravios.
Feijóo sigue confundiendo la política con una sala de prensa judicial, y la democracia con una propiedad privada que solo puede habitar la derecha.