Auschwitz, una sombra en la memoria

El ochenta aniversario del campo de concentración llega en el momento más álgido de las ideas fascistas tras la Segunda Guerra Mundial

27 de Enero de 2025
Actualizado a las 21:31h
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Una imagen del campo de concetración de Auschwitz.
Una imagen del campo de concetración de Auschwitz.

Hoy, cuando se cumplen ochenta años de la liberación de Auschwitz, no podemos sino concluir que ellos, los demonios, los nazis, han ganado la batalla después de todo. Y si no la han ganado, están a un paso de conseguirlo. Trump anuncia su intención de llevar a cabo una “limpieza” étnica en la Franja de Gaza, un alegato público del genocidio palestino (ya ha empezado la fumigación con los mexicanos deportados); Elon Musk llama a las juventudes alemanas a olvidar el pasado y a votar a la AfD (los autoproclamados herederos de Hitler); y Vox, en España, apuesta por el cierre de fronteras para que no entre ni un solo inmigrante más como forma de mantener la pureza de la sangre.

El planeta entero vive un peligroso retorno al pasado y allá donde ponemos el dedo, en el mapamundi, vemos que gobierna un pequeño aprendiz de fascista o autócrata. La humanidad ha olvidado aquellas palabras proféticas de Adorno (“No puede haber poesía después de Auschwitz”), todo un nuevo manifiesto que venía a alertarnos de que la filosofía, el conocimiento y la cultura en general después de 1945 debía dedicarse a un solo objetivo: que la barbarie no volviera a repetirse nunca más. No hemos hecho un buen trabajo, algo ha fallado. Durante todo este tiempo, casi un siglo de paz y prosperidad en Europa (quizá el primero y único de la historia) hemos seguido escribiendo poemas, convencidos de que las praderas florecidas por las orquídeas de fuego de las ametralladoras, esas que hacen que la guerra sea bella, según el fascista Marinetti, ya eran cosa del pasado. Mientras vivíamos el espejismo, los fanáticos seguían ahí, en la sombra o a plena luz del día, formando partidos experimentales por ensayo y error hasta dar con la fórmula exitosa, redactando las nuevas leyes de solución final como silenciosos y siniestros funcionarios de la Administración, soltando bilis en tertulias de radio y televisión, camuflándose como escuadrones domingueros en los clubes de fútbol y hasta dictando sentencias en los tribunales del, en teoría, Estado de derecho, que no ha sido más que un paréntesis antes del advenimiento del Cuarto Reich por otros medios no necesariamente más pacíficos.

Se ha permitido que la serpiente creciera y ahora ya es demasiado tarde para frenarla. Las redes sociales –qué paradoja que el gran engendro tecnológico del siglo XXI se llame así, cuando no hace más que patrocinar lo antisocial, lo asocial o antisistema– han hecho las veces de megáfono global de la propaganda ciberfascista. Al igual que Hitler y Mussolini se aferraron al micrófono de la radio como vehículo de difusión masiva de ideas y manipulación de mentes, los ultras de hoy han colonizado el ciberespacio, ese territorio abonado por los Musk, Zuckerberg y Bezos, la pandilla gamberra de Silicon Valley que juega con el fascismo como si se tratara de un videojuego de marcianitos. Los ultrabros de la tecnocasta han levantado monstruosos imperios feudales a costa de transformar la industria del ocio en industria del odio, todo ello al servicio del nuevo nazismo emergente. La radio totalitaria de hoy está en X, en Facebook, en Instagram y TikTok, diferentes nombres para un mismo experimento sociológico que no es algo nuevo, ya que todo está inventado y la historia se repite una y otra vez.

Hemos cometido los mismos errores que llevaron al hundimiento de las democracias liberales en tiempos de la República de Weimar. Desde que los aliados entraron en el infierno de Auschwitz hemos estado viviendo en un sueño efímero, provisional, el derivado de confundir democracia con sociedad de consumo y libertad con capitalismo, y eso que Walter Benjamin ya nos avisó de los peligros de las nuevas plataformas de comunicación del siglo XX como canales políticos para la instauración del nazismo. No hemos salido de la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, como escribió el genio alemán, y si en los años veinte del pasado siglo eran la fotografía o el cine los que alienaban al personal y se ponían al servicio de la causa del fascismo, hoy son esos estúpidos memes y cortometrajes goebbelsianos de Youtube los que se reduplican hasta la saciedad, millones de veces al segundo, por arte de magia del bot o algoritmo. La mentira se ha reproducido tantas veces que ha terminado por hacerse realidad. Todo lo que está ocurriendo lo vio venir el atormentado Benjamin (a quien ya no lee nadie) aquel judío errante perseguido por los nazis que no encontró más salida que una liberadora dosis de morfina para escapar de la pesadilla. A ese Portbou de terror, a esa ratonera letal, nos quieren arrastrar a todos por segunda vez.

Ochenta años de la liberación de Auschwitz por el Ejército soviético. Ochenta años de pacífica civilización (la civilización es la más inalcanzable de las utopías). Todo niño debería visitar al menos una vez en la vida ese campo de exterminio en el que fueron asesinadas más de un millón de personas. Pero lo hemos dejado pasar, nos hemos convertido en suicidas de la memoria, y el santuario del Holocausto ha terminado por reciclarse en un gran campo de atracciones mediático para que los youtubers y bellas influencers retransmitan sus idioteces digitales y sesiones de maquillaje globalizantes a pie de horno crematorio, entre el paredón y el macabro Bloque 11. Hemos convertido el escenario del relato más pavoroso del ser humano en un teatro vacío sin resignificación ni interpretación alguna. Auschwitz ha quedado como un recuerdo lejano, como una de esas fechas de batallas antiguas en los polvorientos libros de historia. Una Gaugamela desconocida para la opinión pública de las democracias liberales decadentes. De nada han servido las pedagógicas películas de Spielberg sobre malvados nazis, ni los testimonios orales aún frescos de los pocos nonagenarios que siguen vivos para contarlo, ni los textos y escritos de los perseguidos como Hannah Arendt, Primo Levi, Simone Veil o Elie Wiesel. Los negacionistas del Holocausto que creen que Auschwitz fue una invención de los norteamericanos ya son legión, mientras el capitalismo salvaje (que no deja de ser el triunfo del fascismo económico) ha terminado por alienarnos a todos bajo aquel infame eslogan que colgaba a la entrada del infierno: Arbeit Machj Frei (“El trabajo hace libre”). La historia es una simple acumulación de errores que se repiten una y otra vez. Ya lo dijo Benjamin.

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