Donald Trump ha metido la tijera, sin piedad, a la investigación científica en Estados Unidos. Recortes brutales –se habla del 50 por ciento del presupuesto anual en las diferentes áreas, es decir, cientos de miles de millones de dólares congelados– que probablemente, a corto plazo, relegarán a la hasta hoy primera superpotencia mundial al furgón de cola de los países de la OCDE.
La ideología trumpista es puro medievalismo. Una vuelta el medievo, cuando la religión lo invadía todo y sometía a la razón de la ciencia. “No entendemos nada”, se lamenta, a un periódico local, un científico desesperado al constatar la tragedia que se cierne sobre el país. ¿Y quién entiende lo que brota de la cabeza caprichosa del nuevo Nerón de nuestro tiempo? ¿Cómo se va a entender que el presidente de una nación como la estadounidense decida acabar de un plumazo con la ciencia, que es la base del conocimiento y el progreso humanos? Muchos nos echamos a temblar cuando, en plena pandemia, el señor Dorito pedía a los suyos que se quitaran la mascarilla y se inyectaran detergente contra el coronavirus. Hoy empiezan a notarse las primeras consecuencias de ese negacionismo anticientífico en forma de recortes a la medicina (decenas de programas y ensayos contra graves enfermedades serán cancelados por falta de medios y personal), a la ingeniería y a la aeronáutica (se temen despidos masivos en la NASA que pondrán a la agencia espacial al borde de la quiebra técnica). Por descontado, el paso atrás no solo afectará a Estados Unidos. La ciencia de hoy está íntima interconectada, las universidades y grupos de trabajo son multidisciplinares e internacionales, y el hachazo a Harvard, Caltech, Yale, Stanford, Massachusetts o Berkeley repercutirá a su vez, como una onda expansiva, en Oxford, Cambridge, la Sorbona, Múnich o nuestro brillante CSIC.
Solo un loco ignorante actuaría como lo está haciendo Trump. Sin embargo, a río revuelto ganancia de pescadores, y en Europa ya han visto cómo el sueño americano tornado en pesadilla puede convertirse en una oportunidad. El enfrentamiento del magnate neoyorquino con las universidades más importantes del país ha encendido la bombilla en Bruselas. Von der Leyen ha anunciado ayudas oficiales para captar a los cerebros absurdamente desterrados por Trump, Macron ha lanzado una inteligente campaña (“Si amas la libertad, ven y ayúdanos a seguir siendo libres”) y Pedro Sánchez seduce a los sabios despedidos por Trump con nuestro sol, playa y paella. Sería algo así como un fenómeno inverso al que ya ocurrió en los años veinte del pasado siglo, cuando los científicos europeos se instalaban en América huyendo del nazismo. Nombres ilustres como Albert Einstein, Enrico Fermi, Leo Szilard y Max Born contribuyeron con sus conocimientos el desarrollo tecnológico de Estados Unidos. Algunos historiadores llegan a asegurar que, sin el éxodo de aquella materia gris a la tierra de la promisión y la libertad, al otro lado del Atlántico, el nazismo jamás hubiese podido ser derrotado y la historia, hoy por hoy, sería muy diferente. De alguna manera, la inmigración se convirtió en motor del avance, del progreso y de la creación de riqueza hasta encumbrar a Norteamérica a la posición de potencia hegemónica mundial. Lo cual viene a demostrar que el mestizaje, el intercambio de conocimiento y de mundos culturales es el abono más fértil para una sociedad que sueña con dar el gran salto tecnológico.
Ahora el proceso migratorio forzoso opera en sentido contrario al que se produjo en aquellos tiempos convulsos. El electroshock MAGA (nuevo fascismo posmoderno) que aqueja a EE.UU está forzando a emigrar a no pocos científicos de primer nivel. Profesionales que ya no soportan ni un minuto más, no solo las condiciones precarias en las que han de desarrollar su labor de investigación sino la arrogancia, la superchería y la insoportable incultura de un bruto incapaz de entender la importancia capital de la ciencia en la evolución del ser humano. Desde que el disparatado Tío Gilito republicano llegó a la Casa Blanca, se ha creado un ambiente irrespirable en todas partes. En las universidades, en los laboratorios, en los organismos oficiales y en la calle. Hay miedo, mucho miedo. Miedo a que en cualquier momento irrumpa un man in black con gafas de sol para clausurar un programa, un departamento, una cátedra, proyecto o experimento. Miedo a los ojos y oídos de MAGA que están en todas partes y que trabajan para arruinar la vida de todo aquel que dé algún síntoma de izquierdoso o zurdo. Miedo a terminar en Guantánamo por traidor al nuevo régimen, al nuevo emperador. El científico necesita tres cosas para lograr el éxito: apoyo institucional, dinero y tranquilidad vital y emocional para trabajar en sus nuevos conocimientos, ideas e intuiciones. Sin ese caldo de cultivo resulta imposible que el genio pueda triunfar en su objetivo: arrojar luz en la oscuridad. Y Trump ve un apellido latino, alemán o italiano en la puerta del despacho de una universidad, se le enciende la vena del racismo supremacista y pone al doctor de patitas en la frontera, como un espalda mojada, así haya ideado un remedio contra el cáncer, descubierto el eslabón perdido o detectado vida extraterrestre.
El trumpismo ha dado la orden de asfixiar a los científicos por ateos marxistas y por gritar Free Palestine. En su delirio conspiranoico, Trump ya no ve una universidad centenaria como Harvard, ve un nido de rojos. En realidad, no hay ninguna razón que justifique este disparate que viene a recordarnos la trágica historia de Hypatia de Alejandría, a la que una turba de fanáticos religiosos asesinó a palos, enterrando con ella un primer intento de conocimiento racional. El acoso que están sufriendo los científicos en las redes sociales controladas por el nuevo fascismo posmoderno no solo es un grave problema de Estados Unidos. Está ocurriendo en Europa, también aquí, en España. Primero llega el macartismo o caza de brujas contra los científicos. Después el creacionismo en las escuelas. Acabaremos todos otra vez en la caverna.