Patriots, la última cumbre internacional ultra de Madrid, ha pasado con más pena que gloria. No ha habido grandes movimientos populares de apoyo, ni la calle ha sido un clamor para recibir entre flores y confetis a los líderes de la nueva internacional posfascista. Todo se ha llevado, como siempre, con una aburrida rutina. Los invitados se reunieron con esa habitual discreción sectaria con la que se manejan habitualmente (siguen sin dejar entrar al evento a la prensa disidente no afín), hablaron de sus cosas (mayormente el plan Trump para desmantelar la democracia en todo el mundo), se hicieron la foto de familia de rigor (con Santiago Abascal de puntillas para parecer más alto, según el secular complejo de inferioridad del español) y con las mismas se volvieron a sus lujosas mansiones y castillos feudales.
Básicamente, el proyecto ultra consiste en distribuir mucho odio y en el mismo mensaje nacionalista que en el pasado arrastró al mundo a dos guerras mundiales. “Vamos a hacer Europa grande otra vez”, repitió, casi como un autómata al servicio de MAGA, el líder de Vox. En la calle Bambú, sede voxista, están satisfechos con las últimas encuestas pese a los problemas como las purgas internas, los ecos de financiación ilegal y la amenaza de Alvise Pérez, el dirigente de SALF que sueña con adelantar a Vox por la derecha. Sin hacer nada, sin presentar proyecto político serio de ninguna clase, simplemente canalizando la antipolítica, la rabia ciudadana por asuntos como la nefasta gestión de la riada en Valencia, han conseguido arañarle unas cuantas décimas a PSOE y PP. Creen que el partido está, ahora sí, plenamente consolidado como tercera fuerza política en España; que la victoria de Trump les impulsa con el viento de cola a favor; y que más temprano que tarde triunfarán en las urnas, retornando de nuevo a las antiguas fronteras imperiales, al viejo imperio austrohúngaro, al modelo decimonónico de trincheras y soberanía exclusiva.
El mensaje ultra, pensado para mentes desnortadas y estrechas, fanatizadas y con escaso espíritu autocrítico, es sencillo: si antaño era el judío el culpable de todos los males de una nación, ahora es el negro africano, el musulmán o el latino el que amenaza la pureza de la sangre europea. Con ese discurso, sin mucho más, es como la AfD, el partido que se ha declarado heredero del nazismo, pretende volver al poder en Alemania en las elecciones a la vuelta de la esquina. Pero, pese a las buenas expectativas que se abren para estos partidos autoritarios, las contradicciones son profundas. Abascal, por ejemplo, lo va a tener complicado para explicarle a los agricultores españoles que Trump quiere arruinarles el negocio del vino, el queso y el aceite con aranceles insoportables. ¿Cómo piensa vender el proyecto trumpista en un país como España que vive del campo y que puede ser uno de los grandes damnificados por las medidas proteccionistas del presidente norteamericano? ¿Cómo va a contarle al tomatero murciano, al fresero andaluz o al naranjero valenciano que Le Pen, su gran amiga y socia francesa, está deseando llegar al poder para empezar a volcar los camiones con verduras españolas? Nadie lo va a entender. Como tampoco se entenderá que Abascal quiera acabar con la Unión Europea y sus miles de millones de fondos en ayudas al sector. Estos días de arrolladora victoria trumpista, el Caudillo de Bilbao está mostrando su rostro más antieuropeísta y detractor de las organizaciones supranacionales. Ya ha abogado por la salida de España de la OMS y propala sin rubor que el “PP recibe órdenes de Bruselas”, como si la UE fuese el mismísimo diablo.
“Cuidado, que vienen a caballo”, alerta el gran Eduard Fernández tras recoger su merecido Goya. Y Richard Gere, en la misma ceremonia de los premios del cine español, clama para “ponerse de pie” frente al abusón Trump. En ese contexto, llama la atención la actitud pueril de la derecha española clásica o convencional, que está jugando a cerrar los ojos para no ver al monstruo en medio de la sala. El mismo día en que los Orbán, Le Pen y Salvini, entre otros, se dejaban ver por la pasarela Cibeles de la moda ultra, Feijóo convocaba a los suyos en Zaragoza para soltarles, una vez más, el mantra de que el PP no es Vox (se conoce que el gallego se ve en la obligación de repetirse esa idea cada cierto tiempo porque se le olvida con facilidad). Todos pensaban que el jefe los había reunido allí para marcar perfil propio, diferenciando el conservadurismo tradicional supuestamente centrista de las delirantes ideas de los nuevos autócratas. No fue así. Feijóo se puso a largar sobre inmigración, sobre okupas, sobre todos esos mitos basados en bulos y datos falsos habitualmente propalados por el partido ultra español. O sea, el populismo, la demagogia barata.
Por momentos, el líder popular parecía un militante voxista más, alguien que hablaba desde la subsede maña del gran congreso posfacista madrileño. Hace tiempo que en el Partido Popular se ha aceptado la coalición de facto con los de Santiago Abascal como única forma de reconquistar Moncloa algún día. Incluso hay prebostes en Génova que, bajo el eslogan “más Iván y menos Orbán” (en alusión al exdirigente ultra Iván Espinosa de los Monteros, supuesto representante de la corriente liberal y uno de los purgados por la cúpula directiva de Vox), todavía confían en que los extremistas lleguen a moderarse, a bajarse del monte antisistema para domesticarse y convertirse en un partido homologable, tal como ha ocurrido con los Hermanos de Italia, la formación italiana de Giorgia Meloni, a la que Ursula von der Leyen le ha puesto la alfombra roja en Bruselas.
Resulta sonrojante ver a Feijóo difundiendo mentiras sobre el supuesto trato de favor del Gobierno a Cataluña y Euskadi en el reparto de cuotas de menores migrantes. Pero más vergonzosa es su estrategia consistente en no aclarar cuál es la posición del PP respecto a la guerra comercial de Trump (no ha dicho ni mu sobre los aranceles del 25 por ciento al acero y al aluminio europeo) y en fingir que no hay peligro alguno ante el avance de la extrema derecha, como si el engendro no existiera. Feijóo no quiere fricciones con Abascal porque lo necesita para gobernar. Tenemos una derecha cobarde e indolente (en eso tiene razón Vox) que cierra los ojos ante la tragedia de la historia. Se le ha colado el elefante verde hasta la cocina y no quiere verlo.