A menudo se habla de la buena sintonía entre Donald Trump y Vladímir Putin. Son autócratas, entre ellos se entienden, suelen decir los admiradores de esta entente de machos alfa, de hombres fuertes. Los corifeos del nuevo fascismo posmoderno o ciberfascismo (cualquiera de estas acepciones nos vale) incluso han llegado a vaticinar que graves conflictos contra la paz mundial como la guerra en Ucrania y la invasión israelí de Gaza (con las consiguientes tensiones en todo Oriente Medio) podrían estar en vías de solución gracias a esa “onda” o buen “rollito” entre ambos mandatarios aprendices de totalitarios. Nada más lejos. No ha pasado ni una semana desde la llegada de Trump al poder y vuelve, más cruda que nunca, la tradicional rivalidad entre Estados Unidos y Rusia, o sea la Guerra Fría. El cuento o fábula de los dos “amigotes” de bar que van a traer estabilidad y armonía al desordenado orden global no era más que una patraña, otra más de los trumpistas, los de aquí en Europa y los del otro lado del Atlántico.
Esta misma semana, el Nerón neoyorquino que ha convertido la política norteamericana en el nuevo circo Ringling, ha amenazado al presidente ruso con imponer nuevas sanciones a su país, entre ellas un aumento de la presión fiscal a través de las políticas arancelarias, si no pone fin al desastre de Ucrania. Trump, no se sabe por qué, quizá por alguna extraña manía empresarial, quizá por una fobia infantil, es un obseso de esa herramienta financiera más propia del siglo XIX que de nuestros días. En un mundo globalizado e interconectado como el nuestro el arancel es puro colesterol, grasa, veneno. Contrae las arterias del tráfico comercial, penaliza el libre mercado, es un lastre.
Sin embargo, Trump, que no se destacó precisamente por su talento para la economía durante su paso por la escuela de negocios Wharton, cree que todos los males de la humanidad se pueden arreglar con más aranceles. Si llega una pandemia que pone patas arriba la economía planetaria, aranceles; si sube el paro, aranceles; y si estalla una burbuja inmobiliaria con una recesión brutal como la de 2008, más aranceles. El tipo tiene una fijación con el bálsamo de Fierabrás arancelario, su panacea o recetilla para todo, y cada noche, antes de acostarse, se toma media cucharadita de aranceles para conciliar mejor el sueño. Nadie, ni siquiera Elon Musk, su fiel escudero en esta batalla cultural en pos del nuevo nazismo posmoderno, se atreve a decirle al jefe que está equivocado, que con los aranceles no arreglará nada, sino al contrario, puede que no esté haciendo más que agravar la gripe económica que padece Estados Unidos desde hace ya más de una década. Pero él, como buen tozudo vaquero poseído por una fiebre de megalomanía narcisista, ya no atiende a razones y sigue a lo suyo, erre que erre, empeñado en lo de los dichosos aranceles. Y no solo piensa aplicárselos, como castigo, a su exmejor amigo Vladímir, que se despiporra vivo cuando el magnate neoyorquino levanta el Teléfono Rojo para amenazarle con sanciones a los productos rusos (lleva años pasándose por el forro el bloqueo de la UE), sino también a España, inocente en la decadencia de la economía yanqui. Lo tienen más bien negro los agricultores españoles que crucen el charco a partir de ahora para vender sus vinos, aceites y quesos en el mercado de abastos de Wall Street. Trump ya ha dicho que tiene previsto atizarles duro con un arancelazo de padre y muy señor mío, por lo menos un cien por cien, de ahí para arriba, lo cual significará la ruina para muchos de los productores del sector en nuestro país. Habrá que ver qué nuevo bulo o patraña se inventa ahora Santi Abascal, el delegado de la sucursal trumpista en nuestro país, para explicar la quiebra del campo que se avecina por los caprichos de su mentor. Seguramente dirá que la culpa de que el Cabrales o el Rioja vayan a venderse a precio de lingote de oro en las tiendas de Times Square la tiene también el bolivariano de Sánchez. Pero no nos desviemos del tema.
Estábamos con la relación personal entre el republicano que encabeza la nueva revolución neocon en USA y el sátrapa de Moscú que, como decimos, no atraviesa por su mejor momento. Es cierto que hasta hoy ambos autócratas se entendían bastante bien, sintonizaban en el discurso del loco. A fin de cuentas, los dos son criminales, el líder estadounidense condenado por sentencia firme y el otro presunto, ya que está buscado por la Corte Penal Internacional por sus genocidios en Ucrania. Ya se sabe que los delincuentes tienen su propio lenguaje, sus códigos carcelarios que les lleva a conectar, pero ese feeling se ha enfriado claramente desde la llegada de Trump a la Casa Blanca. Los elogios mutuos y apretones de manos se han transformado en recelos, desconfianzas, sospechas recíprocas. Las bravuconadas compartidas en silencios huraños. El nuevo presidente de USA tiene planes internacionales que no cuadran con los de su amigo del vodka. El anuncio de la futura invasión de Groenlandia, donde las multinacionales americanas piensan encontrar minerales y tierras raras esenciales para la industria yanqui, no ha gustado al Kremlin. El ministro Peskov ya ha dicho que Moscú está “monitoreando” la situación, puesto que el Ártico se encuentra en la “esfera de interés nacional y estratégico de Rusia”. O dicho de otra manera: los rusos ya han enviado los submarinos nucleares a la zona, por si acaso hay marines en la costa.
Trump es como un niño que no ha crecido y que cree que con su juguetito fetiche, el arancel, va a arreglar el sindiós del mundo. El hombre le ha copiado el eslogan fascista a Franco, sustituyendo aquello de la España una, grande y libre por MAGA, Make America Great Again. Trump hace franquismo en inglés y en todo caso su estilo tampoco es algo original, ya lo inventó Jesús Gil allá por los noventa. Muchos idiotas lo han creído y votado pensando que la autarquía, el retorno al carbón decimonónico, al nacionalismo supremacista y al puritanismo victoriano volverán a situar a América en el epicentro del mundo. No la harán más grande, sino más pequeña, más aislada y más pobre. Al tiempo.