La gente huye del Madrid imposible de Ayuso

22 de Abril de 2023
Actualizado el 02 de julio de 2024
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La crisis pertinaz que sufrimos va camino de cambiar aquel dicho castizo, “de Madrid al cielo”, por otro mucho menos romántico y más realista: “de Madrid a Toledo, a Guadalajara o a Illescas”, que es más barato. Más de 300.000 residentes han abandonado la capital del país desde el año 2020 en un éxodo masivo inédito hasta ahora, según un reciente estudio de la Universidad Complutense. En su exhaustivo análisis, los investigadores llegan a afirmar que “estos flujos de salida no los habíamos visto nunca antes”. De modo que el Madrid de Isabel Díaz Ayuso, ese Madrid de la libertad absoluta con sus terrazas hedonistas, tapas y cañas, ese Madrid reconvertido en paraíso fiscal para ricos, era también un bulo, una leyenda, un falso mito.

Los autores del sorprendente análisis sociológico creen que varios factores pueden estar detrás de esta huida en tromba de habitantes a otros lugares de la geografía nacional. El primero y principal, como es lógico, que Madrid es una ciudad cara, carísima, podríamos decir. Hablamos de una urbe donde a uno le pueden cobrar, fácilmente, 7 euros por un melón o una sandía, 17 euros por unas simples plantillas para zapatos y 15 euros por una copa. Ni en el más peligroso chiringuito de la costa sablean tanto al personal.

Y qué se puede decir de los alquileres: por cualquier ratonera o zulo en el último arrabal de la gran city española se pide una millonada imposible de asumir para la clase obrera, que es la inmensa mayoría del pueblo de Madrid. O de algunas inmobiliarias, esos nidos de bandoleros de Sierra Morena que desvalijan al incauto buscador de piso con precios desorbitados, tres mensualidades por adelantado y una nómina de ministro, como poco, en señal o aval antes de firmar el preciado contrato.

En esas condiciones, Madrid para el que lo quiera, han pensado ya más de 300.000 personas, que han iniciado la mayor diáspora que se recuerda en nuestro país. Antaño, cuando el franquismo y aquello, los españoles emigraban del campo a la capital como forma de abrirse camino en la vida. Entre la posguerra y los años sesenta hubo varias oleadas de desplazados huyendo de la miseria y el subdesarrollo. Andaluces, extremeños, murcianos y de todos los rincones del país recalaban en Madrid con sus zurrones vacíos, guitarras y risas alegres. Gente que al final encontraba un trabajo, un pisito asequible (como en la novela de Rafael Azcona que fue llevada al cine) y un barrio integrador que les acogía como uno más. Nadie se sentía extraño o forastero, al contrario, todo el que llegaba de fuera se consideraba tan madrileño como cualquier vecino de Chamberí, Carabanchel o Lavapiés. Hoy, en ese Madrid a todo lujo que nos ha vendido Ayuso, en ese Madrid manhatanizado de rascacielos donde todos van de ricos autónomos pero la mayoría no tiene un duro ni dónde caerse muerto, la gente se larga harta ya y escarmentada de tanta ficción hipócrita, de tanto abuso, de tanto elitismo. Unos huyen como de la peste de las facturas del gas y de la luz; otros del elevado coste de la cesta de la compra, de la vida de nómada perpetuo entre metro y tren, del túper en el parque en el descanso de la oficina, de la venenosa boina de contaminación (respirar plomo cada día no es sano ni agradable, por mucho que Gallardo Frings esté enganchado al monóxido de carbono), de las plazas sin árboles de Almeida (que tiene alergia a todo lo verde que no sea Vox), y de esos consultorios de la Sanidad pública sin médicos donde recetan aspirina para todo, para el infarto o el ictus, o algo mucho peor: donde ponen a las enfermeras a operar del hígado o unas cataratas.

“Tardo dos horas en venir y dos horas para volver, así que al final la jornada laboral no son de ocho horas, sino de doce”, dice en un telediario de La Sexta una señora agotada por el estrés que corre apresurada por Atocha. Antes vivía en Madrid, pero como otros tantos tuvo que hacer la maleta e irse a otra parte, en este caso a Guadalajara, donde aún se puede pagar un alquiler.

No, el Madrid de Ayuso no es ese Shangri-La de la Meseta que nos había vendido el PP, ni ese reducto de felicidad y prosperidad donde todos envejecen como marqueses o comisionistas, como brokers o millonarios, en una tumbona con sombrilla y con un cóctel bajo el sobaco al lado de la soleada piscina. Este Madrid que ha construido Ayuso, este Madrid que es tierra dura, hostil y antipática para los que menos tienen, ya no es aquel pueblo grande cuyas calles olían a torreznos y donde se podía comer un buen cocido por cuatro duros (entre otras cosas porque el cocido se ha sustituido por la nouvelle cuisine y la peseta ya no existe). El paraíso ayusista prometido es en realidad una jodida jungla de asfalto donde el más fuerte vive a cuerpo de rey y el más débil perece o tiene que hacer el petate lleno de esperanzas rotas y anhelos frustrados para volverse otra vez a su pueblo.

Hay un gran éxodo de la capital a la periferia, donde aún se puede vivir con algo de dignidad. Una desbandada generalizada de la patria chica que ya no acoge emigrantes como antes, salvo que tengan más de cinco ceros en la cuenta corriente. Ahora, por fin, emerge la verdad en toda su crudeza y nos enteramos de que el sueño madrileño de tantos que buscaban El Dorado castizo, el pelotazo tonto o el golpe de suerte definitivo en la ciudad de las mentiras, entre Nuevos Ministerios y la Castellana, suele terminar en pesadilla y con un triste y resignado “adiós Madrid”. 

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