Sigue dando que hablar el paso por el juzgado de Alberto González Amador, novio de Ayuso, para dar explicaciones por sus cuentas pendientes con Hacienda. Los periodistas que hacían guardia para cubrir la noticia se sorprendieron cuando vieron aparecer al susodicho con un look completamente diferente: con el pelo perfectamente recortado y sin la cayetana barba. O sea, el libertario anarcocapitalista transformado en un traje decente para causar buena impresión.
Hasta ahí nada que objetar, estrategia judicial. El problema es que, según cuentan los reporteros destacados al lugar, Alberto llevaba una peluca y andaba escondiéndose tras las columnas del edificio oficial, subiendo y bajando por los ascensores sin que le llevasen a ningún despacho concreto y como para despistar (sublime ese momento kafkiano que parece salido de El proceso). Solo le faltó meterse en el disfraz de palmera de Mortadelo para intentar pasar desapercibido ante los chicos de la prensa. Bochornoso.
Ruiz-Mateos se disfrazó de Superman cuando aquello del “que te pego leche” a Boyer; algún que otro detenido por las corruptelas del PP entró en el tribunal vestido de cuero motorista, con el caso puesto para que no se le viera la cara; y ahora esto. Uno quiere ver en esta magnífica escena una antológica metáfora de nuestro tiempo, un símbolo perfecto, el drama existencial del hombre posmoderno que tanto abunda en estos días de decadencia occidental. Alberto no es ningún bicho raro, ni ningún ser muy diferente al modelo o arquetipo de ciudadano que tristemente se lleva hoy por hoy. Al contrario, esta gente son legión. La normalidad de la fauna humana del siglo XXI.
La posmodernidad ha impuesto un tipo de individuo líquido y relativista que ya no respeta nada ni a nadie salvo su santa voluntad y su propio placer. Un narciso del hedonismo que vive para lo inmediato (lo inmediato para Alberto es evaporarse, esquivar a la canallesca al menos, ya que no pudo escaquearse de los inspectores de Hacienda). El posmoderno vive el presente, el carpe diem, sin importarle las consecuencias de sus actos. El pasado no le interesa (por eso juega con la memoria histórica para adaptarla a sus intereses particulares) y el futuro no es más que la cuenta de resultados del mes siguiente. Los valores platónicos como el buen sentido, la racionalidad, la coherencia, la honradez, la integridad o la dignidad son ya fósiles del pasado. El hombre de la posmodernidad, de la que sin duda es un claro representante o exponente el bueno de Alberto, no sabe lo que es el honor, porque si lo supiese no haría el ridículo poniéndose una peluca ante todo el mundo. Entraría con la cabeza bien alta en el juzgado, carpetilla con las declaraciones de renta bajo el sobaco, asumiendo las consecuencias de sus actos y dispuesto a pagar por ellas con gallardía. Un rasgo del individuo posmoderno es que no tiene el menor sentido del ridículo, es un histrión desinhibido, sin filtro y sin complejos, ya lo hemos visto este fin de semana con el loco Milei. El león cree que está rugiendo en medio de la avenida, metiendo mucho miedo al personal, cuando en realidad está siendo el hazmerreír de todos.
Carrillo se puso una peluca por el bien del pueblo; este se la coloca por su bien personal. Nadie que se tenga en una mínima estima o consideración sería capaz de degradarse entrando en un juzgado disfrazado como un clown o pachacho, sin dar la cara y dando esquinazo. Porque uno puede haber cometido un error en la vida, o un par de errores, o un montón. A uno se le puede haber olvidado declarar al fisco la calderilla que da el régimen ayusista de la libertad y el librecambismo egoísta. Uno puede haber hecho del ande yo caliente posmoderno su razón de ser, olvidándose del bien común, de los impuestos, de la cultura del esfuerzo, de las injusticias del mundo y de todo tipo de idealismo que no sea el idealismo del dinero y del éxito fácil y rápido. Pero en lo que uno no puede caer nunca es en disfrazarse como un cobarde para salir corriendo por patas de la cruda realidad. Eso jamás.
Nadie puede huir de la verdad, y menos poniéndose una simple peluca, una esperpéntica peluca, una grotesca peluca. En el mundo de ayer regía eso que se llamaba el honor, el buen nombre, algo que ya no se lleva. Y así nos va. La caída estrepitosa de la escala de principios y valores nos ha arrastrado dramáticamente a la edad de la posverdad, o sea la mentira, el bulo, el negacionismo y el todo vale. Hemos creado un mundo infantilizado al extremo, un mundo naíf de niños cobardes que se resisten a crecer, de enanos inmaduros éticos y políticos, de seres caprichosos convencidos de que se puede escapar de la cadena de actos funestos y felices que uno mismo va sembrando a lo largo de la vida. Fue Saramago, el socrático Saramago a quien nadie lee ya, quien dijo aquello de que somos la responsabilidad que asumimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir. El hombre nace libre, responsable y sin excusas, según Sartre, y tenemos que apechugar con lo que nos venga, que no es más que el desenlace final de nuestra buena o mala cabeza.
Las prisas solo son buenas para los ladrones y los malos toreros, sentenció Alfredo Di Stéfano. Cuando se va al juzgado no hay que tener prisa porque las cosas de palacio van despacio y a la hora de la sentencia es mejor ser uno mismo, sin artificios ni pelucas que delatan y que al juez, un lobo fino de olfato, le hace oler el nerviosismo, el remordimiento, el miedo. Ponerse una peluca antes o después de visitar a su señoría es tanto como un suicidio, firmar la sentencia condenatoria en lo penal y de muerte en lo civil. Así que Alberto, hijo, la próxima vez entra como un señor en sede judicial, da los buenos días a los muchachos de la prensa (trabajadores de la noticia siempre al pie del cañón), explícate (con verdades o mentiras, eso da igual, la Constitución te ampara), sé amable y valiente y compórtate como un adulto encajando lo que nos manda el destino, que nunca es algo casual, sino causal, o sea, la conclusión lógica de una serie de acontecimientos, malas decisiones y errores de la vida. A nadie le va mal durante mucho tiempo sin que él mismo tenga la culpa. Ya lo dijo Montaigne.