Estados Unidos frena el ingreso de Ucrania en la OTAN, pero vende bombas de racimo a Zelenski para que prosiga con su ofensiva. De inmediato, el Kremlin reacciona: si Washington envía este tipo de artefactos explosivos, Rusia “se verá obligada a utilizar armas similares contra las fuerzas ucranianas”. O sea, que estamos ante un órdago más, ante un paso más en la escalada hacia una guerra mundial.
Desde que comenzó la invasión, todo parece diabólicamente encaminado a un enfrentamiento letal entre la Alianza Atlántica y Rusia. La vía diplomática se ha cerrado definitivamente; los esfuerzos de países como China o Turquía se han visto abocados al fracaso; y Europa se ha rearmado hasta los dientes (Alemania ha redoblado su gasto en defensa y si la extrema derecha llega algún día al gobierno de Berlín nadie puede asegurar que los alemanes no vuelvan a lanzarse sobre Alsacia y Lorena). El viejo orden mundial salta por los aires, dando paso a un nuevo desorden donde cualquier cosa puede ocurrir. Todo ello en un escenario internacional marcado por crisis económicas cada vez menos distanciadas en el tiempo, por pandemias, por la emergencia climática y por el hundimiento de las democracias occidentales, fagocitadas desde dentro por los nuevos movimientos de extrema derecha, nacionalpopulistas, autoritarios o neonazis (en cada país el fenómeno adquiere su propia idiosincrasia y en España el siempre fino analista Javier Aroca lo denomina francotrumpismo).
El mundo se desmorona ante nuestros ojos. Las dos grandes superpotencias han entrado en una fase de irreversible decadencia. En USA, tras el asalto al Capitolio, la sombra del enfrentamiento civil se ha agrandado mientras Donald Trump, pese a sus problemas con la Justicia, parece cada vez más cerca de la Casa Blanca. A su vez, en Rusia, Putin se encuentra más débil que nunca después de que el Grupo Wagner le diese un buen susto con aquel amago de golpe de Estado todavía no bien aclarado. El resquebrajamiento de los dos grandes monstruos que hasta hace poco dominaban la Tierra arrastra al resto de la comunidad internacional. Países occidentales donde la democracia parecía firmemente asentada se ven amenazados por movimientos iliberales de corte autoritario. En Francia, Marine Le Pen tiene el poder al alcance de la mano tras el fracaso del arrogante Macron, un impostor de manual. En Italia ya gobierna una simpatizante de Mussolini como Giorgia Meloni. Hungría y Polonia han retrocedido cincuenta años en derechos sociales (ser homosexual por aquellas latitudes supone jugarse la vida) y caminan peligrosamente hacia estados teocráticos fuertemente inspirados por un cristianismo reaccionario. Y de España qué podemos decir. En apenas diez días, nuestro país se juega a cara o cruz seguir avanzando en derechos y libertades o retornar a un nuevo nacionalcatolicismo rancio, folclórico y posfranquista con mucho machismo heteropatriarcal sin complejos, mucha homofobia y mucha censura previa a las obras de arte que abordan sin tapujos el asunto del sexo.
El neonazismo se hace cada vez más fuerte y ya influye decisivamente en las políticas del día a día. Hace apenas unas horas, el Parlamento Europeo, por una muy estrecha mayoría (324 votos contra 312 y 12 abstenciones) ha logrado aprobar una ley decisiva de protección a la naturaleza y contra el cambio climático. Esta vez nos salvó la campana, ya que la extrema derecha ha estado a punto de frenar medidas vitales para preservar el entorno y la supervivencia misma de la especie humana. Ayer mismo conocimos otra noticia de esas que hielan la sangre: la temperatura del Mediterráneo está subiendo más de lo previsto por los científicos, casi dos grados centígrados, y a este paso la desaparición de la vida marina puede ser cuestión de menos de una década.
El campo parece perfectamente abonado para que vuelvan a repetirse las mismas convulsiones y guerras del pasado en la vieja Europa. Todos los países deberían estar tomando medidas para tratar de frenar una catástrofe climática global que quizá sea ya inevitable y, sin embargo, seguimos igual que hace cuatro mil años, preparando una nueva guerra de Troya, solo que quizá esta vez sea la última. Joe Biden, ese vejete bonancible que parece que no ha roto un plato en su vida, vende a los ucranianos, sin pudor, bombas de racimo, una munición prohibida por la Convención de Dublín de 2008. Y este es el pacífico del mundo yanqui. Una vez más, la gigantesca industria armamentística norteamericana ha conseguido imponer sus criterios a los representantes legítimos del pueblo, plegados ya al poder de las grandes multinacionales. El dólar ha ganado la batalla a la democracia. En USA hace tiempo que da igual si gobiernan los demócratas o los republicanos. A fin de cuentas, la última palabra la tienen unos vaqueros del petróleo que han dejado Texas agujereada como un queso de gruyer.
Una nación que gasta más dinero en armamento militar que en programas sociales se acerca a la muerte espiritual, ya lo advirtió Martin Luther King. Estados Unidos y Rusia hace ya tiempo que son imperios civilmente muertos y perdidos irremediablemente para la democracia. En el caso de los americanos por pura degradación moral producto de dos siglos de capitalismo salvaje y de injusticia social; en el de los rusos porque allí nunca hubo libertad. Unos y otros siguen con su carrera armamentística de siempre (en eso no han cambiado nada desde 1945), esta vez con Ucrania como conejillo de indias y banco de pruebas para las armas de destrucción masiva. Hoy son las bombas de racimo, mañana los misiles nucleares indetectables, el proyecto de guerra de las galaxias o los soldados robots para las trincheras del futuro. Está claro que de esta no salimos.