Negreros, capataces y furgoneteros: el mercado esclavista en los campos de Cartagena

Los disturbios racistas de Torre-Pacheco son consecuencia de décadas de injusticia, pobreza y falta de políticas reales de integración

14 de Julio de 2025
Actualizado a las 16:27h
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Policías y manifestantes durante los disturbios racistas en Torre-Pacheco, en el Campo de Cartagena
Policías y manifestantes durante los disturbios racistas en Torre-Pacheco, en el campo de Cartagena

En los años noventa trabajé duro el reportaje humano sobre inmigrantes en Torre-Pacheco. Acompañado de dos formidables fotógrafos de La Opinión de Murcia, mis buenos amigos Pedro Martínez y Marcial Guillén, tuve la oportunidad de conocer la realidad invisible de los campos de Cartagena, la frondosa despensa de España y de Europa. Allí vimos de todo, gente de múltiples nacionalidades explotada por cuatro perras, gente sin contrato y sin seguro médico, gente malviviendo en chabolas, en casas abandonadas, a la intemperie. Recuerdo a aquellos chavales morenos con camisetas del Madrid o del Barça, sus caras curtidas por el salitre del mar y por la frustración, la carne de cañón. Recuerdo aquellas cuatro paredes desconchadas, los grafitis, las manchas de humedad y orines. Y recuerdo las bolsas de basura apiladas en los rincones, la pestilencia, las ventanas sin cristales, las colchonetas mugrientas en las que echaban una cabezada los jornaleros condenados a una sentencia diaria: doblar el espinazo recogiendo tomates y lechugas de sol a sol.

Una imagen quedó grabada en mi memoria para siempre: la de un cordero colgado del techo, comido por las moscas, mientras un joven de uñas ennegrecidas iba rebanando rodajas de carne corrompida por el calor, con un cuchillo afilado, para repartirlas entre sus hermanos y compañeros. No estábamos en Malí, ni en el Senegal, ni tampoco en Kabul o Gaza, estábamos en una pedanía a pocos kilómetros de las soleadas costas de La Manga del Mar Menor –donde miles de turistas disfrutaban de playas y chiringuitos–, en la próspera región de un país entre los más desarrollados del mundo, en una sociedad civilizada regida por una democracia avanzada. Aquella serie de reportajes me enseñaron que no hacía falta viajar al Tercer Mundo para verlo, olerlo y sentirlo con tus propios ojos. El Tercer Mundo estaba a la vuelta de la esquina, conviviendo con el Primer Mundo, entretejiéndose con él en una realidad tan extraña y onírica como incomprensible e insoportable. Chabolismo étnico junto a lujosos complejos residenciales y hoteleros; sufrimiento laboral en su máxima expresión junto a campos de golf, terrazas y bares de ocio y diversión; totalitario capitalismo globalista y salvaje en su máxima expresión en una sociedad amparada y protegida por una Constitución, unas leyes y unas instituciones democráticas creadas supuestamente para defender los derechos humanos. No me cabía en la cabeza que esas escenas delirantes, las instantáneas de la inmigración más cruel y despiadada, pudiesen estar ocurriendo en la España de nuestros días. De modo que seguimos buscando respuestas a un fenómeno (el de las primeras oleadas de inmigración) que nunca antes habíamos visto con semejante crudeza.

Un día, casi al alba –serían las seis de la mañana–, nos apostamos frente al punto secreto de reclutamiento de trabajadores. Alguien nos había dado el soplo de que era allí donde los empresarios reclutaban la mano de obra barata. Cuando llegamos, vimos una larga cola de inmigrantes esperando pacientemente su turno. Había vigilantes que oteaban para alertar si llegaba la Guardia Civil; había capataces a las órdenes directas de los empresarios negreros que seleccionaban y escogían a los obreros según su aparente capacidad física y de resistencia para afrontar las duras tareas en el campo (los señalaban con el dedo, tú si, tú no, y solo les faltaba el látigo o examinarles los dientes, como a animales de carga); y había los conocidos como “furgoneteros”, que trasladaban a los elegidos hasta las explotaciones agrarias, donde rara vez llegaban los inspectores del ministerio. Todo estaba perfectamente organizado. Los vehículos aparcaban, cargaban a los esclavos y los conducían a las huertas e invernaderos. Por supuesto, todo este trasiego de trabajadores era ilegal, un delito de tráfico de seres humanos y contra los derechos laborales. Desde entonces, las Fuerzas de Seguridad del Estado han desmantelado decenas de mafias y bandas organizadas que se dedican a este auténtico mercado esclavista soterrado. Más de noventa solo en el último año. Pero el sistema sigue funcionando de forma inhumana y cruel. La mano de obra barata es la clave que explica por qué nuestro país está creciendo exponencialmente en los últimos años. Nuestra riqueza es el sudor de toda esa gente. Nuestro bienestar es su sufrimiento laboral. Salarios miserables, jornadas interminables, accidentes encubiertos y ausencia total de seguridad jurídica (rara vez se formalizan los contratos) forman un escenario propio de países tercermundistas.

Los disturbios del fin de semana en Torre-Pacheco, la sangrienta cacería al extranjero organizada por la extrema derecha, ha aireado la situación dramática que se vive allí desde hace décadas. Y conviene no quedarse solo con la idea de que los altercados son la consecuencia del odio propalado por una banda de nazis y linchadores profesionales tras la brutal paliza recibida por Domingo, el jubilado atacado por una pandilla de delincuentes supuestamente magrebíes. El problema racial en la zona es mucho más profundo y arraigado, tanto como un submundo de injusticia, pobreza y hambre propia del capitalismo salvaje –enquistado tras décadas de infierno esclavista, permisividad con el crimen laboral y ausencia total de políticas de integración– con el que nadie ha sabido (o querido) terminar. Están los que levantan el bate de béisbol, el palo y el machete, tras invitar a “matar anchoas” en las redes sociales (así se conoce en clave, entre los grupos fascistas, a las víctimas inocentes a las que quieren exterminar) y están los señoritos, caciques y empresarios que han abonado los campos de Cartagena con el fraude y la sangre que se derrama hoy. Aquellos esforzados reportajes que firmamos para La Opinión de Murcia en los años noventa están más de plena actualidad que nunca. Nada cambia. La injusticia es eterna.

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