Más de 53.650 palestinos muertos y cerca de 122.000 heridos es el balance devastador de la ofensiva israelí sobre Gaza. En medio de esta tragedia, Benjamín Netanyahu insiste en que la guerra solo terminará si se cumple el llamado “plan revolucionario” del expresidente estadounidense Donald Trump. Un acuerdo que ni la comunidad internacional ni el pueblo palestino han avalado, pero que se presenta ahora como condición para detener un conflicto que ha derivado, cada vez con mayor claridad, en una catástrofe humanitaria de dimensiones genocidas.
En un espectáculo tan político como infame, Benjamín Netanyahu compareció por primera vez en cinco meses ante la prensa. No para anunciar un alto el fuego definitivo, ni para asumir alguna responsabilidad por el infierno que se cierne sobre Gaza, sino para endurecer aún más sus exigencias. Según el mandatario, solo detendrá la ofensiva si se cumplen una serie de condiciones: el desarme total de Hamás, su rendición, el exilio de sus líderes, y, clave de todo, la implementación del plan de reubicación de Donald Trump.
Este plan, presentado en 2020 bajo el nombre “Peace to Prosperity”, fue rechazado incluso por aliados tradicionales de Estados Unidos y Europa, por su contenido abiertamente apartheidista. En él, Trump propuso un "estado palestino" fragmentado, sin control de fronteras, sin soberanía plena, y sin Jerusalén como capital. Ahora, Netanyahu lo desempolva para justificar la ocupación permanente de Gaza y la expulsión de sus dirigentes políticos y militares. Una propuesta que institucionaliza la limpieza étnica bajo ropaje diplomático.
Una guerra sin límites, un discurso sin escrúpulos
A estas alturas, resulta imposible disociar el discurso de Netanyahu de la maquinaria bélica que lo sustenta. Cada palabra del primer ministro parece diseñada no para buscar la paz, sino para normalizar la violencia como horizonte político. En su intervención, habló de zonas "estériles" libres de Hamás, distribución de ayuda controlada por empresas estadounidenses y la creación de refugios humanitarios dentro del enclave, todo bajo ocupación militar total.
Lo que no menciona es que esos corredores humanitarios son bombardeados, que la ONU ha desmentido la entrega efectiva de ayuda, y que más de la mitad de los hospitales de Gaza han sido destruidos o inutilizados. Tampoco habla de los niños mutilados, las madres que dan a luz entre escombros, o los centenares de cadáveres enterrados en fosas comunes porque ya no hay tiempo ni espacio para funerales.
Trump: El socio ideológico
Que Netanyahu invoque a Trump como modelo de resolución no sorprende, pero sí alarma por su descaro. Trump, inhabilitado en múltiples frentes judiciales, fue el presidente que trasladó la embajada de EE. UU. a Jerusalén, reconoció la soberanía israelí sobre los Altos del Golán ocupados y dinamitó décadas de diplomacia internacional con gestos unilaterales. Su "plan" fue, desde el principio, una declaración de guerra a los derechos del pueblo palestino.
Ahora, ese documento es agitado como condición sine qua non para detener una guerra que ha alcanzado cotas de destrucción y brutalidad que no se veían desde la Nakba. Netanyahu lo califica de “correcto y revolucionario”. Pero lo correcto, según él, es borrar el presente y el futuro de Gaza bajo la promesa de seguridad para Israel, y lo revolucionario, convertir la ocupación en proyecto fundacional.
La retórica del exterminio
A todo esto se suma la narrativa de la "victoria total". Netanyahu asegura que "todos los territorios de Gaza estarán bajo control israelí" y que Hamás será “completamente derrotado”. Pero la verdad sobre el terreno es otra: miles de civiles muertos, infraestructuras esenciales arrasadas, y un pueblo entero reducido al hambre y al exilio.
La insistencia en el exterminio de la resistencia palestina no es una estrategia militar: es una ideología de supremacía. Y, como tal, no admite grises. En su visión, cualquier forma de identidad o autodeterminación palestina es equiparada al “terrorismo”, lo que justifica, a su juicio, una respuesta sin límites.
Las sanciones que algunos países europeos han empezado a adoptar contra figuras del entorno de Netanyahu han sido recibidas con desprecio. “No nos influirán”, ha sentenciado. Se refiere, entre otras, a las medidas británicas contra Daniella Weiss, una activista ultraderechista que ha promovido la violencia contra palestinos en Cisjordania. Que Netanyahu defienda a figuras como Weiss solo confirma la normalización del extremismo en el corazón del poder israelí. Incluso cuando advierte que sanciones del Consejo de Seguridad "derrumbarían la economía y la seguridad de Israel", no hay ni un atisbo de autocrítica. Solo un lamento prepotente ante la posibilidad de perder la impunidad de la que ha gozado durante décadas.
La impunidad como doctrina
La conexión Netanyahu-Trump es más que una alianza: es una doctrina de impunidad, una narrativa que criminaliza al oprimido y glorifica al opresor. Su ofensiva contra Gaza no es solo una guerra, es un proyecto de dominación total, en el que los derechos humanos, el derecho internacional y la vida palestina no valen nada.
Mientras el mundo se indigna pero no actúa con firmeza, Netanyahu se fortalece en su trinchera política y moral. Y Trump, desde la sombra de su decadencia política, resurge como guía espiritual de una visión distorsionada del orden mundial.
Lo que está en juego en Gaza no es solo la vida de decenas de miles de personas. Es la posibilidad misma de que la justicia internacional tenga sentido en el siglo XXI. Y mientras Netanyahu imponga condiciones imposibles y Trump sea su brújula moral, el abismo seguirá ensanchándose.