Es propio de iluminados que están fuera de la realidad hacer cosas extravagantes, extrañas o raras. Carles Puigdemont, un suponer. El exhonorable ha dado graves muestras de iluminismo político desde que comenzó todo este inmenso embrollo del procés que ha puesto patas arriba Cataluña, España y Europa entera. Al hombre decisivo en este momento de la historia se le ocurrió que destruir un Estado, promoviendo un proceso secesionista que suponía desgajar una parte integral del territorio con riesgo grave de guerra civil, no era delito, de modo que podía hacerse sin que pasara nada, o sea, como quien se toma un cava del Penedés en la plaza de Sant Jaume.
Más tarde, tras la charlotada de referéndum, declaró la DUI, la Republiqueta de los ocho segundos (quienes estuvieron a su lado cuentan que en aquellas horas dramáticas para todos el president reculó porque “se cagó en los calzones”, así consta literalmente en el sumario). Y finalmente, cuando ya vio que todo había sido un delirio (el iluminado suele tener momentos episódicos de lucidez) se metió en el maletero de un coche y se largó al extranjero como un vulgar prófugo de la Justicia, aunque él siempre ha dicho que tuvo que irse al exilio, como aquellos viejos emperadores del siglo XIX, algo que ni él mismo se traga. En fin, cosas propias de gente que se cree Napoleón.
Ya dijo Churchill que un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema. Todo en cada paso político que ha dado este individuo en los últimos siete años ha sido una pura excentricidad, una bufonada propia de alguien que pierde el norte, un disparate o locura. La última ocurrencia del personaje (según cuenta RAC 1) –ahora que el PSC y Esquerra parecen haber llegado a un acuerdo para hacer presidente de la Generalitat a Salvador Illa–, es alquilar un helicóptero, retornar a Barcelona como un princeps alado, como un ave fénix de la independencia, e irrumpir en la sesión de investidura para reventar el primer y más importante acto de la democracia: la constitución del nuevo Gobierno salido legítimamente de las urnas.
Haciendo un inciso en esta columna, y sin desviarnos demasiado del tema, conviene recordar que es típico del iluminado verse a sí mismo como una especie de general Patton que, perfectamente uniformado y vara de mando en la mano, es capaz de subirse a un medio de transporte al alcance de muy pocos, como un avión privado o en este caso un helicóptero, y aparecer por sorpresa en cualquier punto del campo de batalla para desmoralizar al enemigo (en realidad no hay ninguna guerra, más que la que él sigue teniendo en su cabeza entre catalanes y españoles). De cualquier manera, el espectacular numerito está garantizado, y no nos extrañaría nada que el exhonorable, después de marcarse unas piruetas en plan inspector Gadget con su “gadgeto-helicóptero”, se lanzara desde las nubes en paracaídas, sobre el monumental bosque de pináculos de la Sagrada Familia, con una enorme estelada anudada al tobillo y gritando con desgarro Visca Catalunya Lliure, para darle mayor impacto a la cosa. Qué mejor final que ese para una biografía tan gloriosa.
Joe Biden tiene el Air Force One (ya le queda poco, lo han echado los propios demócratas yanquis por jubilata achacoso en un flagrante caso de gerontofobia); Pedro Sánchez tiene el poderoso Falcon con el que se da unos vuelos rasantes de vértigo, como Tom Cruise en Top Gun, sobre las cumbres de la OTAN; y este curioso Carles Puigdemont, mucho más modesto, mucho más pedestre, tiene una cafetera con hélices con la que darse un garbeo a vista de pájaro sobre el poder catalán inalcanzable ya para él, como un Jesús Calleja de la política, volando voy.
Cuenta la prensa barcelonesa que los Mossos d’Esquadra le han propuesto un arresto honorable, decente, decoroso, para evitar el espantoso ridículo, pero parece que él, como buen salvapatrias iluminati, sigue prefiriendo el show, el circo del sol, en este caso el circo del aire. Quizá no lo sepa el dirigente de Junts, pero todo el entorno del Parlament y aledaños estará blindado ese día, pasma y los de la secreta por todas partes, y no será posible entrar allí ni por tierra, ni por mar, ni por aire. Qué más le da a un antisistema convencido y declarado como él. Se le ha metido en la cabeza lo del helicóptero y cuando al expresident se le pone una cosa entre ceja y ceja, como la matraca del procés en la que ya no cree nadie, no hay quien logre bajarlo del burro, ni siquiera el fiel abogado Boye que le organiza las performances entre bambalinas.
Quedan muchas incógnitas por despejar en este asunto del retorno aéreo de CP, como si el helicóptero se lo pone la patronal catalana del Foment, la banca de las criptomonedas o su amigo Putin (en este último caso cuidado, los cacharros soviéticos son pura chatarra y se caen de arriba con solo soplarlos). También sería bueno saber quién paga la gasolina para el espectáculo, aunque parece claro que como siempre serán los sufridos catalanes, ya insensibles a la malversación de caudales y al tres per cent.
La política de hoy se ha convertido en un circo o vodevil y en ese escenario distópico, hiperreal (imposibilidad de distinguir la realidad de la fantasía), rarunamente posmoderno, Puigdemont se mueve como pez en el agua, como el maestro de ceremonias que es. Cabe preguntarse si después de marcarse unas acrobacias en los cielos de Barcelona, en picado, kamikaze, fiiiuuu, aterrizará finalmente en la plaza para dejarse poner las esposas por el juez Llarena o si, constatado lo imposible de la empresa (una odisea espacial más del honorable), dará media vuelta y con las mismas para Waterloo, que es donde se siente a salvo y seguro. En cualquier caso, el esperpento está asegurado y una vez más se habrá consumado aquella sentencia antológica del gran Tarradellas: “En política se puede hacer de todo menos el ridículo”. Grande don Josep.