Juan Antonio Reig Pla ha cruzado una línea roja: la de la decencia. Sus palabras no son solo retrógradas, son un acto de violencia moral. Su homilía en Alba de Tormes quedará como una página negra, una más, en la historia de una Iglesia que, demasiadas veces, guarda silencio ante sus propios monstruos.
El veneno de la sotana
Lo que ha dicho Juan Antonio Reig Pla no merece indulgencia, interpretación benévola ni contexto que lo salve. No es un desliz, ni una opinión. Es una brutalidad. Al afirmar que la discapacidad es "herencia del pecado y del desorden de la naturaleza", este obispo emérito no solo ha mostrado un desprecio inhumano hacia millones de personas, sino que ha escupido sobre cualquier noción básica de ética, dignidad y respeto.
Con esas palabras, Reig Pla se ha convertido en un símbolo de la crueldad impune, esa que aún circula por las venas más oscuras de la jerarquía eclesiástica. No habla un anciano despistado ni un teólogo fuera de época. Habla un hombre que durante años ha tenido poder, púlpito y micrófono. Habla un representante de una institución que, una vez más, calla o balbucea cuando uno de los suyos cae en la vileza.
¿Qué clase de miseria interior hace falta para señalar a una persona con discapacidad como marca de un castigo? No hay retórica que lo maquille. No hay sotana que lo proteja. No hay cruz que convierta eso en doctrina.
Esas palabras son puro fanatismo disfrazado de teología. Una teología podrida que usa conceptos medievales para humillar. No hay fe en esa homilía. Hay odio y arrogancia. Hay una violencia cobarde que se ejerce contra quienes no tienen voz en el altar.
La discapacidad no es pecado. Lo que sí es pecado, si aún cabe usar esa palabra, es el uso del poder eclesial para sembrar dolor, para envenenar la conciencia pública, para señalar con el dedo desde la impunidad que da el cargo y la complicidad del silencio.
Porque no es solo Reig Pla. Es también una Iglesia que lo ha mantenido durante décadas, que lo ha aplaudido cuando perseguía a mujeres, a homosexuales, a cualquiera que no encajara en su estrecho dogma. Es esa estructura la que lo protege, la que le da templos desde los que escupir sentencias de desprecio.
Este individuo no es un pastor. Es un inquisidor con rostro de piedra, incapaz de ver humanidad donde no hay poder, incapaz de sentir compasión si no se subordina a su visión del mundo. Lo suyo no es religión, es rencor.
Las personas con discapacidad no necesitan sermones. Necesitan justicia, acceso, oportunidades, y sobre todo, que nadie se atreva a nombrarlas como una anomalía moral. Lo que necesitan es que quienes todavía escuchan con respeto la palabra "Iglesia" exijan una condena frontal, sin excusas y sin paños tibios.
Lo que ha hecho Reig Pla no se borra con un comunicado ambiguo. Lo que ha hecho es imperdonable. Y la Iglesia que lo acoge, que le da voz, que no lo expulsa con firmeza, es cómplice. Totalmente cómplice.