El beso por la fuerza que Luis Rubiales plantó en la boca de la jugadora Jenni Hermoso, durante la entrega de trofeos del Mundial femenino, amenaza con llevarse por delante al presidente de la Federación Española de Fútbol. Todo el mundo ha podido ver, en directo y en prime time, cómo se las gasta el máximo responsable de nuestro fútbol. Un hombre que no sabe comportarse en público durante una solemne ceremonia internacional. Un hombre que con su incompetencia es capaz de convertir un hecho histórico, como es la obtención de un título mundial para nuestro deporte, en un escabroso escándalo de dimensiones planetarias. Un hombre desatado que no sabe reprimir sus impulsos más básicos hasta llevarse la mano a la entrepierna, en el palco de autoridades y en presencia de la reina Letizia y la infanta Sofía, en una especie de chusco, macho y primario gesto de victoria. ¿Es que en nuestro fútbol no hay alguien algo más presentable, educado, decoroso y elegante para un puesto de tan alta responsabilidad?
Hoy, las portadas y las televisiones de todo el mundo deberían estar hablando del soberbio golazo de Olga Carmona, equiparable al que rubricó Andrés Iniesta en aquella mítica final de Sudáfrica; de las meteóricas galopadas de la atlética Salma Paralluelo; de las diabluras de la fina estilista Aitana Bonmatí y de los paradones de Cata Coll. De la gran noticia que supone que, por fin, el fútbol femenino español, tras décadas de injusticia y marginación, esté en el lugar que se merece y le corresponde por derecho propio. Deberíamos estar analizando el enorme hito que supone que nuestra selección femenina, ya inmortal, haya sido capaz de hacer feliz a todo un país, como en su día lo hizo el equipo masculino patroneado por Vicente Del Bosque. Sin embargo, y por desgracia, el debate futbolístico, el gigantesco logro social y político que supone una gesta de tal calibre, queda manchado para siempre por el comportamiento extraño y sobreexcitado de un hombre que tras perder los papeles decidió convertirse en triste protagonista, arrebatando el momento de gloria a nuestras jugadoras. Un personaje que decidió colarse en el podio de las vencedoras sin que pintara nada allí, salvo chupar cámara, colgarse él también la medalla y de paso besuquear, achuchar y abrazar sin medida a toda aquella futbolista que pasaba por su lado. Por momentos, Rubiales parecía uno de esos tipos pesados, patéticos y sudorosos de las bodas que, llegada la hora de cerrar el banquete con el último pasodoble, se acaba pegando a las amigas de la novia para seguir con la fiesta en otra parte.
Han hecho más por la igualdad real nuestras campeonas del mundo que diez manifestaciones del 8M. De entrada, han conseguido que a partir de hoy miles de niñas se liberen de tabúes estúpidos y sueñen con emular a sus ídolas. Y lo que es más importante aún: han logrado romper las barreras psicológicas del sexo hasta el punto de conseguir que, una vez que la árbitra da el pitido inicial al partido, hasta el espectador más reaccionario y estrecho de mente se acabe olvidando de prejuicios absurdos y ya no distinga entre mujeres y hombres, sino que solo ve deportistas con un talento innato para el espectáculo más grandioso inventado por el ser humano. Hoy, ya destruido el falso mito de que el fútbol es cosa de hombres, tendríamos que estar hablando simplemente de ese disparo al palo de Salma, de ese penalti de Jenni que no entró, de esa falta no pitada a Alexia o de esa parada de la gran Cata. Hoy, ya definitivamente rota la barrera de género levantada por una sociedad posfranquista que siempre ha tachado de “marimachos” a las jugadoras de fútbol o las ha sexualizado al extremo, mofándose de ellas con nefastas películas paródicas como Las Ibéricas F.C., tendríamos que estar gozando del triunfo y sintiéndonos orgullosos no solo de haber conquistado el título mundial femenino, sino de haber enviado los anticuados convencionalismos sexuales al vertedero de la historia. Pero ahí estaba el señoro Rubiales para dar la nota con su “pico”, morreo o tornillo forzado a la sufrida Jenni Hermoso. Si lo hizo por una demostración de poder macho de un jefe a su subalterna, por un exceso de egocentrismo o ambición o porque le pudo la euforia de las celebraciones, ya es lo de menos. Como tampoco vale de mucho que haya pedido perdón (con la boca pequeña y a regañadientes, todo hay que decirlo) veinticuatro horas después y en medio de una polvareda mediática y política que ni el huracán Hilary. El daño a la imagen exterior de este país ya está hecho; el bochorno internacional está servido. La demostración de machirulismo incontrolado del máximo responsable de la FEF ha llegado a las portadas del New York Times, la CNN, L’Équipey The Guardian. Nuestro país queda como una potencia mundial en fútbol femenino que avanza de forma imparable hacia una igualdad plena y total, pero también como un lugar gobernado por dirigentes decimonónicos de copa y puro aún por civilizar. Gente chapada a la antigua, rancia y trasnochada que no sabe estar y a la que le aflora el machito que lleva dentro cuando se pasea por las cancillerías internacionales del deporte.
Nadie tan poco presentable como Rubiales debería seguir ni un minuto más al frente de un organismo tan importante como la Federación Española de Fútbol. El domingo tendría que haber dado un paso a un lado, hasta quedar fuera de los focos y las cámaras, mientras ellas celebraban un triunfo que se han trabajado con su sudor y sus lágrimas pese a las zancadillas históricas de los hombres. Hoy, a martes y con media España indignada en su contra, solo le queda una salida honrosa: dimitir e irse a su casa. No lo hará. Le sobra desfachatez, descaro y frescura para seguir en la poltrona un rato más.