En una entrevista que Adolfo Suárez concedió a Victoria Prego, el ingeniero de la Transición llegó a confesar a la famosa periodista que en 1977 dio el cambiazo a los españoles, endosándoles la Monarquía de oficio y cerrando el paso a cualquier referéndum sobre la República. Aquel año, Suárez utilizó un ingenioso ardid que los españoles se tragaron por completo (o más bien se dejaron tragar por miedo al golpismo militar todavía muy vivo): retocar sutilmente la Ley de Reforma Política supuestamente diseñada para desmantelar las estructuras franquistas (intactas durante cuatro décadas) perpetuando así la dinastía borbónica. “Metí la palabra rey y la palabra monarquía en la ley y así dije que había sido sometido a referéndum ya”, confesó el presidente fallecido. Sencillo y limpio. Fue de esta manera como el legislador introdujo una serie de disposiciones donde se dejaba constancia por escrito de que “el rey sanciona y promulga las leyes” y que “el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino será nombrado por el rey”. Punto, no había más que hablar. Atado y bien atado.
El gran ilusionista del régimen del 78 zanjó así la espinosa cuestión, los españoles se taparon la nariz y el proceso de transición siguió avanzando. Algunos historiadores ven en aquel enjuague una burda manipulación que hoy sería imposible de perpetrar; otros siguen aplaudiendo la hábil maniobra al considerar que fue la jugada maestra de un avezado trilero por el bien del país; y ninguno ha acertado a entender todavía cómo pudo ser posible que nadie, ningún partido político, periódico, bufete de abogados o asociación en defensa de los derechos de los ciudadanos, denunciara semejante truco de malabares.
Hoy, varios jueces de las Islas Baleares están removiendo en el baúl de los recuerdos de nuestra Transición para tratar de entender qué fue lo que pasó realmente en aquel momento trascendental de la historia de España. Los magistrados, entre los que se encuentra el juez Castro (aquel hombre valiente e incorruptible que, contra viento y marea, y no pocas presiones de las altas esferas, llevó a juicio a la infanta Cristina y a Iñaki Urdangarin por el caso Nóos) quieren que el ministro Marlaska desclasifique toda la documentación existente sobre las encuestas y estadísticas que el Gobierno Suárez manejaba en aquellos días convulsos. Se sospecha que tales sondeos siempre ocultos no eran favorables a la continuidad de un régimen monárquico impuesto a dedo por el dictador y que los españoles se decantaban más por una Tercera República.
El mismo Suárez, en su conversación con la Prego, llegó a confesarle (ya con la grabadora apagada y off the record) que “cuando la mayor parte de los jefes de Gobierno extranjeros me pedían un referéndum sobre monarquía o república hacíamos encuestas y perdíamos”. O sea, que pese al miedo a otro golpe de Estado y a otra Guerra Civil, y en contra de lo que siempre nos han contado, probablemente había más españoles republicanos que monárquicos. Aunque todo son conjeturas, existen serios indicios y sospechas de que, de haberse celebrado un referéndum, este habría supuesto la liquidación de facto de la Restauración borbónica que Franco dispuso para evitar el retorno de un sistema republicano. La única forma de saber qué ocurrió sería abrir los archivos sobre la materia reservada. Pero a ver quién es el guapo.
A su muerte en el año 2014, Suárez se llevó consigo no pocos secretos de Estado que hoy harían babear a cualquier historiador empeñado en reconstruir el tan complejo como confuso puzle de la Transición. Jamás aireó nada comprometedor para quienes le acompañaron en la tarea de la gobernación, ni rompió el pacto de caballeros. Al fin y al cabo, era un señor. El Ulises que tripuló la odisea imposible de España desde el fascismo hacia algo parecido a una democracia burguesa liberal. El relato oficial que se ha perpetuado durante este medio siglo de libertades y derechos (medio siglo de éxito por lo que ha tenido de período de paz y prosperidad, eso hay que reconocerlo), siempre ha girado en torno a la idea de que los españoles decidieron libremente, y sin interferencias ni tutelas de ningún tipo, su futuro político como país. Sin embargo, nada más lejos. A medida que pasa el tiempo van apareciendo cada vez más sombras e incógnitas, misterios sin resolver que deberíamos aclarar más pronto que tarde porque una sociedad que se asienta sobre una fábula legendaria de príncipes buenos y hermosas princesas, sobre un relato mítico tan falso como interesado, está abocada al fracaso.
Buena parte del colapso en el que hemos entrado, de la parálisis o fallo institucional generalizado que parece atenazarnos desde hace ya una década, tiene mucho que ver con nuestra incapacidad o complejo casi freudiano para afrontar la gran verdad oculta de un país que aún tiene miedo a mirarse al espejo y hacer el debido psicoanálisis colectivo. Estremece pensar que, a día de hoy, en pleno siglo XXI y con Franco muerto desde el 75, cualquier simple intento de debatir sobre la polémica pregunta del millón (incluso en el Parlamento) produce desgarros, convulsiones, terremotos, amenazas violentas y enfrentamientos cainitas como los que desencadenaron la Guerra Civil en 1936. Aquí no se puede ni siquiera hablar de que sean los españoles quienes decidan el régimen político que quieren darse libremente. Todo eso sigue siendo un putrefacto tabú histórico no superado, y cada vez que se intenta algo en ese sentido aparecen las oscuras fuerzas del mal con la sombra del espadón golpista a la cabeza, tal como ha ocurrido siempre desde hace más de doscientos años, en innumerables episodios, desde que echamos a los franceses del país en 1814.
Por momentos, es como si España hubiese quedado atrapada en el ámbar de un pasado maldito, insuperable, en bucle. En teoría, deberíamos haber mejorado como sociedad y como país, deberíamos haber adquirido la suficiente madurez, experiencia y sazón como para abordar esa consulta con sosiego y sin histerias que solo conducen a enfrentamientos fanáticos y destructivos. Pero por lo visto no lo hemos conseguido. Ojalá ese grupo de jueces valientes logren su objetivo de desenterrar todo lo que se sepultó de mala manera. Aunque mucho nos tememos que, una vez más, el silencio, el oscurantismo y la mentira podrán más que la palabra, la luz y la verdad.