En la Plaza de Tiananmen, donde el pueblo chino fue silenciado a sangre y fuego hace más de tres décadas, se ha representado hoy otra obra grotesca: el desfile de una nueva alianza que no es sino la resurrección de un pasado autoritario revestido con discursos de "equilibrio mundial" y "cooperación estratégica". Tres hombres, tres autócratas —Xi Jinping, Vladímir Putin y Kim Jong-un— se han alineado públicamente no para garantizar la paz, sino para exhibir músculo militar, negar libertades y desafiar el orden internacional que tanto desprecian.
Mientras el mundo sufre las consecuencias de la agresión rusa a Ucrania, el aislamiento diplomático de Corea del Norte y la represión interna de China, estos tres líderes han elegido con precisión simbólica un escenario cargado de historia trágica: el 80º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico. Pero lo que conmemoran no es el triunfo de la democracia sobre el totalitarismo, sino la supervivencia del autoritarismo a través de nuevas formas de dominio.
Putin —aislado en Europa, acusado de crímenes de guerra y convertido en el siniestro operador de una guerra prolongada y cruel— ha sido recibido en Pekín como un viejo camarada. “Relaciones sin precedentes”, ha dicho con satisfacción, como si la falta de escrúpulos comunes fuese un motivo de orgullo. Xi, por su parte, ha repetido su mantra de una gobernanza global “más justa y razonable”, que traducido al lenguaje realista significa más tolerancia para los regímenes autoritarios y menos exigencia con los derechos humanos. Kim Jong-un, siempre fiel a su estética distópica y su tren blindado, ha llegado a tiempo para posar entre gigantes, mientras el mundo recuerda que su país mantiene campos de concentración, ejecuta disidentes y amenaza con armas nucleares.
Una escenificación de fuerza que encubre la debilidad
La imagen de Xi, Putin y Kim hombro con hombro, rodeados de armamento y banderas, no proyecta fortaleza: proyecta miedo. Miedo al cambio, miedo a la democracia, miedo a los pueblos que aún no han sido derrotados por completo en sus aspiraciones de libertad. Lo que une a estos tres hombres no es un proyecto común de futuro, sino la nostalgia de un mundo donde las decisiones se tomaban a puerta cerrada y sin oposición posible.
Putin necesita desesperadamente escapar del cerco internacional que él mismo ha provocado con su invasión de Ucrania. Xi quiere reforzar su narrativa de que el modelo chino de partido único es una alternativa viable y superior a las democracias liberales. Kim, el más desesperado del trío, busca sobrevivir en un tablero que le supera, vendiendo sus misiles y soldados como si fueran mercancía de intercambio para seguir siendo irrelevante y temido a partes iguales.
Mientras en las democracias se celebran elecciones, se debaten presupuestos y se tolera la crítica, ellos ensayan desfiles. Mientras la UE —con todos sus defectos— debate sobre transición energética, libertades digitales y justicia fiscal, ellos exhiben lanzadores de misiles y evocan glorias pasadas. La multipolaridad que promueven no es la del equilibrio, sino la del chantaje, el veto y la amenaza nuclear.
La guerra como lenguaje, la represión como norma
No es casualidad que esta cumbre tenga lugar en el contexto de una guerra abierta —la de Ucrania— y de varias latentes. Rusia sigue matando civiles en el Donbás, China amenaza a diario a Taiwán y Corea del Norte lanza advertencias intercontinentales envueltas en misiles. ¿Qué tipo de sistema internacional se puede construir sobre estas bases? Ninguno que respete la dignidad humana.
Mientras Putin habla de "eliminar las causas del conflicto", bombardea hospitales y escuelas. Mientras Xi alude a una “gobernanza global más razonable”, mantiene a más de un millón de uigures en campos de “reeducación” y encarcela a activistas prodemocráticos en Hong Kong. Y mientras Kim se sienta a la mesa como un igual, su pueblo muere de hambre y su régimen ensaya motores para nuevos ICBM.
La cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái, convertida en una suerte de Naciones Unidas paralelas para autócratas, no busca equilibrio global, sino impunidad compartida. Lo que se esconde detrás de cada apretón de manos es la voluntad de seguir gobernando sin rendir cuentas, de seguir traficando con armas, gas y tecnologías de vigilancia mientras el mundo mira hacia otro lado.
No es multipolaridad, es cinismo a tres bandas
Lo sucedido en Pekín no es una anécdota diplomática. Es una advertencia. La unión de Xi, Putin y Kim no representa a la mayoría de los pueblos del planeta, sino la consolidación de un bloque que desprecia las libertades, desprecia la verdad y desprecia la justicia. Sus acuerdos no son tratados: son pactos de silencio. Sus desfiles no son celebraciones: son amenazas. Y sus discursos no son ideología: son coartadas.
El futuro del orden internacional no puede dejarse en manos de quienes han hecho de la censura, la represión y la violencia el lenguaje cotidiano del poder. El verdadero desafío del siglo XXI no será solo ecológico o económico. Será ético. Y se decidirá en el campo de batalla de los derechos y las libertades frente a quienes, como Xi, Putin y Kim, desearían que la historia solo avanzara cuando ellos la desfilan.