Sánchez y Feijóo llegaban a la sesión parlamentaria de control tras la cruenta batalla de los últimos días, que ha desgastado a ambos personajes de forma visible y notable. A uno y a otro se les nota cansados, faltos de frescura, hastiados de tanto cainismo y navajazo trapero. Son, de alguna manera, la viva imagen de un sistema, el bipartidista, que se consume y se agota en sí mismo sin que nadie quiera hacer nada por acometer las reformas necesarias. El último dato que nos llega sobre desafección ciudadana, ese sesenta por ciento de valencianos que tras la riada descomunal ya no cree en las instituciones democráticas, debería ser una alerta roja para que Gobierno y oposición recapacitaran y enmendaran el rumbo, volcándose en hacer política útil para el ciudadano y aparcando la politiquería barata, el ruido y la furia, la basura que solo beneficia a los ultras nostálgicos del régimen anterior.
El presidente del Gobierno ha aterrizado en el Congreso de los Diputados tras el vapuleo judicial y mediático de las últimas semanas. La banda de Koldo, los Ábalos y Aldama, están haciendo mella en su imagen política y personal. En cada titular de la caverna, el premier socialista se deja un jirón más de credibilidad, y así será de ahora en adelante hasta que quede desnudo y bajo sospecha. El hombre enamorado sabe que el casillo que el juez Peinado le ha abierto a su esposa está dando pólvora mojada a los trapisondistas de la prensa ultra, y que a la larga el asunto no prosperará. Pero también es consciente de que esa compleja red que algunos aprovechados habían tejido alrededor del Ministerio de Transportes puede terminar salpicándole hasta resultar letal. Hay demasiadas mantas de las que tirar, un caso de corrupción como la carpa de un circo, el primero y más grave del sanchismo que puede ir erosionando al Gobierno lentamente y como una gota china, ya saben, aquel instrumento de tortura consistente en hacer caer sobre el reo maniatado una gota de agua fría cada cinco segundos. Y aunque Aldama solo va a poder probar lo que tenga que ver con su relación con el dúo Ábalos/Koldo (hasta la fecha no ha aportado ni un solo indicio o papel contra el presidente, Santos Cerdán y los demás ministros a los que ha acusado de cobro de comisiones), el affaire es suficientemente grave como para que ocasione un coste político al partido en el poder.
En la sesión de control, Sánchez ha intentado tirar de su habitual retranca con Feijóo, al que suele tratar como un trapo viejo o como si fuese tonto, e incluso se ha permitido bromear con su aspecto físico, algo alicaído, desmejorado y demacrado últimamente pese a que el gallego ha cambiado de look, quitándose las gafas, para parecer más joven y menos carca. Sin embargo, los chistes y zascas de Sánchez contra el jefe de la oposición ya no suenan en el hemiciclo tan potentes, ni tan brillantes, ni tan graciosos como al principio de la legislatura. Han pasado muchas cosas y esa ventaja, la de la superioridad moral, la ha perdido el PSOE (quizá también sus socios de Gobierno de la llamada izquierda real) tras el estallido del caso Koldo. Sánchez ya no es aquel símbolo o tótem de una izquierda prístina y de un Gobierno puro y virginal que venía para ajustarle las cuentas al PP podrido de corruptelas. Basta con ver a Ábalos, el antaño todopoderoso ministro hoy investigado por el Supremo, para entender que no queda nada de aquel socialista encargado de defender la triunfante moción de censura contra un Mariano Rajoy enredado en la trama Gürtel. La imagen del cazador cazado y acorralado por el juez Leopoldo Puente resulta demasiado fuerte, resucita el fantasma de Roldán y el felipismo más decadente y genera un bajón entre el votante progresista, por mucho que el Congreso de Sevilla haya tratado de enchufar otra vez a la militancia.
El sanchismo vive sus peores momentos, pero el sanchismo muta rápido, esa es su gran virtud, la capacidad de resiliencia y de adaptación al medio, y Sánchez es un mago sacándose conejos de la chistera. Mientras los inquietantes ecos de corrupción en Ferraz (unos ciertos, otros bulos) se propagan por todas partes y Junts amenaza al presidente con retirarle los apoyos si no se presenta a una moción de confianza, el premier se agarra al clavo ardiendo que le queda ya, el informe de la OCDE sobre el buen momento de nuestro país, avalado por el reportaje del prestigioso The Economist, que acaba de elegir a España como la mejor economía de 2024 y vaticina un crecimiento del PIB por encima del 3 por ciento.
Las leyes que ha acometido el Ejecutivo de coalición –pensiones, reforma laboral, salario mínimo, impuestos a las grandes fortunas y control del mercado energético (las renovables han colocado a nuestro país como una especie de plácida isla energética mientras que potencias como Alemania sufren los rigores del cierre del gas de Putin)–, le están dando vidilla al líder socialista, que se ha venido arriba y ha proclamado actos festivos en todo el país para celebrar el 50 aniversario de la muerte de Franco. A la vista de lo que está pasando en Francia con la pinza ultra y roja para derrocar a Macron, Sánchez ha puesto sus barbas a remojar. Así que dispongámonos a ver a un presidente cada vez más podemita, cada vez más azañista y anticlerical (ya ni siquiera se digna a pisar las catedrales de Europa) y en plan líder de un nuevo Frente Popular capaz de plantar cara al desafío del fascismo emergente. “Este Gobierno va a cumplir con todos sus compromisos”, le ha dicho a Miriam Nogueras, la emisaria del ultramontano Carles Puigdemont, el único que podría dar un vuelco a la legislatura apoyando una moción de censura (en realidad una remota posibilidad teniendo en cuenta que Junts tendría que sumarse a ese barco en el que también va Vox). Nogueras ha advertido al Gobierno, claramente, que ellos no van de farol, ni están aquí para dar estabilidad al Estado español, sino para darle más pela a los catalanes. Una amenaza directa que pone en riesgo la legislatura.
Sánchez vive el calvario de estar entre dos espadas, la de la corrupción incipiente que le salpica de lleno y la de una debilidad parlamentaria que puede convertirlo, en cualquier momento, en el Macron ibérico. Pero si al presidente se le ve algo oxidado (el poder desgasta más que la droga más dura), Feijóo tampoco anda fresco como una lechuga, precisamente. Las noticias sobre nepotismo y adjudicaciones a dedo que llegan de la Xunta de Galicia, su estúpido apoyo a Carlos Mazón (el desastroso president de la riada) y sus coqueteos con el independentismo catalán, más el proceso de ayusización del PP, lastran su intento de aparecer como candidato alternativo. Todo huele a decadencia y al barro estancado en las comarcas valencianas. Hasta que llegue el reventón.