Vidas a la deriva: cuando morir en el mar se convierte en política de Estado

Más de 1.800 personas han muerto en lo que va de 2025 intentando llegar a España. No es una tragedia inevitable, es el resultado directo de decisiones políticas que priorizan el control sobre la vida

17 de Junio de 2025
Actualizado a las 12:14h
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Inmigrantes en Canarias en una imagen de archivo.
Inmigrantes en Canarias en una imagen de archivo.

El mar que baña las costas españolas se ha convertido en una fosa común. En apenas cinco meses, 1.865 personas han perdido la vida intentando alcanzar un lugar seguro. Entre ellas, 342 eran menores. A veces, los cayucos desaparecen sin dejar rastro. Otras veces, el mar arrastra cuerpos irreconocibles a las playas. Las rutas migratorias hacia el Estado español no son caminos hacia una vida mejor: son trayectos marcados por el abandono, la omisión y el desprecio institucional. Lo que está ocurriendo no es un accidente. Es una consecuencia.

La organización Caminando Fronteras, que ha documentado estas muertes con un rigor y una sensibilidad admirables, pone cifras a una realidad que los gobiernos tratan de ocultar bajo el lenguaje burocrático del control migratorio. No se trata de “disuasión”, “externalización de fronteras” o “colaboración bilateral”. Se trata de dejar morir.

Un mar sin socorro

El dato más brutal de este año es que, del total de muertes documentadas, más del 80% ocurrieron en la ruta atlántica hacia Canarias. Una ruta letal, larga, con condiciones marítimas extremas, que se ha consolidado como la más mortífera del mundo. ¿Por qué sigue activa? Porque las rutas más cortas están más vigiladas. Porque las políticas migratorias empujan a las personas a caminos cada vez más peligrosos. No es casual. Es estructural.

No son cifras. Son personas

Las embarcaciones no mueren solas. No se hunden simplemente por azar. Muchas de ellas estaban localizadas. Otras habían pedido auxilio. Pero el Estado español —y Europa— han convertido los servicios de salvamento marítimo en una extensión de su política de control. Las patrullas se activan tarde, si es que lo hacen. El resultado: muertes por inanición, deshidratación, exposición al sol durante días. La omisión del deber de socorro se ha institucionalizado.

La necrofrontera: matar sin tocar

Este patrón no es nuevo. Ya lo hemos visto antes. Lo que cambia es el volumen, la intensidad, la impunidad. Helena Maleno, coordinadora del informe de Caminando Fronteras, denuncia que estas muertes no son inevitables. Son la consecuencia directa de políticas que degradan los estándares de protección en el mar, que permiten que la vida humana quede subordinada a las estadísticas migratorias.

Aquí no hay errores ni mala suerte. Lo que hay es una arquitectura política que convierte a las personas migrantes en “nuda vida”: cuerpos sin derechos, sin rostro, sin lugar en el relato oficial. Cuando una embarcación se hunde, se activa la maquinaria del olvido. No hay ruedas de prensa. No hay condolencias. No hay investigaciones. Solo el silencio.

La “necrofrontera” es esa estructura política y administrativa que permite dejar morir sin asumir responsabilidad. Una frontera no solo geográfica, sino ética. Una línea donde el derecho a la vida se suspende en nombre del control migratorio.

El negocio del sufrimiento

La tragedia es doble: no solo mueren quienes intentan llegar, también se criminaliza a quienes intentan ayudar. Familias buscadoras, activistas, organizaciones de rescate... todos ellos sufren persecución, estigmatización o abandono institucional. Mientras tanto, empresas de seguridad, contratistas fronterizos y gobiernos que externalizan sus responsabilidades hacen negocio con la muerte. Porque sí, hay quien gana con cada barco que se pierde.

Frente a esa maquinaria, la memoria es resistencia. Los listados elaborados por comunidades en Mauritania, Senegal o Argelia, los nombres escritos a mano por madres que buscan a sus hijos desaparecidos, son una forma de dignidad. De no dejar que estas vidas caigan en el olvido.

¿Cuántas muertes más para reaccionar?

En 2024, ya murieron más de 10.000 personas en estas rutas. Y 2025 no va mejor. La media es de 30 personas al día. Pero no hay una alarma institucional. No se ha declarado ningún duelo oficial. No hay campañas del Gobierno para hablar de esto. ¿Cómo se puede tolerar tal nivel de muerte sin que se considere una emergencia nacional?

Porque lo que hay es una decisión clara: no se quiere salvar vidas, se quiere impedir llegadas. Y si eso implica más muertes, se asume como un coste colateral. Pero no es un coste inevitable. Es una elección. Es una estrategia.

Lo que podemos (y debemos) hacer

Lo primero es hablar de esto. Ponerle nombre. No son “muertes en el mar”. Son muertes por omisión del Estado. Lo segundo, exigir responsabilidades. Políticas de rescate con medios suficientes, protocolos activados de forma inmediata, coordinación internacional basada en el respeto al derecho internacional humanitario. Lo tercero: desmantelar el discurso de la criminalización. Quienes migran no son una amenaza. Huyen del hambre, la guerra, la miseria. Buscan lo que todos buscamos: una vida digna.

Y por último: sostener las redes de solidaridad. Escuchar a las familias. Apoyar a las organizaciones que documentan, acompañan, denuncian. Porque la justicia empieza con la verdad, y la verdad está en esos informes que Europa y el Estado intentan ignorar.

No podemos permitirnos mirar a otro lado

Cada cuerpo que llega a una playa es una llamada de atención. Cada embarcación desaparecida es una prueba más del fracaso político, ético y humano de nuestras instituciones. Las políticas de muerte no se corrigen solas. Solo la presión social, la movilización y la memoria activa pueden torcer el rumbo de este naufragio colectivo.

Porque cada una de esas 1.865 personas tenía un nombre. Una historia. Una madre que aún espera. Un futuro que se negó.
Y porque no hay frontera que justifique una sola muerte.

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