La extrema derecha, en sus distintas expresiones alrededor del mundo, ha dejado una estela de confrontación, crispación y violencia que va más allá del debate político. Su retórica no solo divide, en muchos casos incita directamente al odio, al desprecio y a la agresión contra el diferente.
La ideología de la exclusión: raíz del antagonismo
Uno de los pilares que definen a los movimientos de ultraderecha es la construcción de una identidad basada en la exclusión del otro. Esta visión del mundo se articula a través de categorías rígidas: nacionales frente a extranjeros, “gente decente” frente a disidentes, ciudadanos “normales” frente a minorías sexuales, raciales o religiosas. Tal cosmovisión establece una frontera moral infranqueable entre quienes merecen pertenecer al cuerpo social y quienes deben ser marginados, silenciados o expulsados.
Este paradigma maniqueo no es inocente ni neutral. Es una forma de ingeniería simbólica que, al simplificar la complejidad social, permite justificar todo tipo de prácticas agresivas bajo la apariencia de “defensa propia” o “protección de los valores tradicionales”. La violencia, en este marco, se convierte en una herramienta legítima para salvaguardar una supuesta pureza nacional o cultural.
Además, la ultraderecha opera a menudo desde un revanchismo histórico, alimentado por la percepción de que determinados sectores de la sociedad han perdido poder frente al avance de nuevos derechos y valores. Esta nostalgia de un orden jerárquico perdido se expresa, en muchos casos, mediante una agresividad discursiva dirigida a restaurar una hegemonía tradicionalista, autoritaria y profundamente excluyente.
El poder del lenguaje: deshumanización y legitimación de la violencia
El uso del lenguaje en los discursos de extrema derecha no es simplemente provocador: es estratégicamente violento. La retórica ultraderechista se caracteriza por la constante deshumanización del adversario político y social. Inmigrantes convertidos en “plaga”, mujeres feministas en “locas”, homosexuales en “perversos”, periodistas críticos en “enemigos del pueblo”. Este tipo de discursos no son meramente ofensivos: son mecanismos de anulación simbólica.
Cuando se niega la humanidad del otro, la violencia deja de ser percibida como un crimen y pasa a considerarse una necesidad. La agresión verbal se vuelve antesala de la agresión física. De hecho, muchos actos de violencia política, racial o de género perpetrados por simpatizantes de la ultraderecha están precedidos por campañas de hostigamiento, discursos incendiarios o bulos masivos difundidos en redes sociales.
Este fenómeno se ve agravado por el uso de plataformas digitales como cámaras de eco, donde se repiten y amplifican los mensajes de odio sin control ni contradicción. En estos espacios virtuales se legitiman posturas extremas, se planifican acciones violentas y se envalentonan individuos aislados que terminan actuando como ejecutores solitarios de un discurso colectivo de odio.
El miedo como motor político
El ascenso de la extrema derecha en distintas partes del mundo ha sido acompañado de un discurso apocalíptico, que exagera amenazas y fomenta el miedo como instrumento de control emocional y político. Se construyen enemigos múltiples y difusos: el inmigrante que roba empleos, el feminismo que “destruye la familia”, el multiculturalismo que “aniquila la identidad nacional”. Este discurso catastrofista crea un estado de alarma constante en sectores de la población que, al sentirse amenazados, justifican o incluso demandan respuestas violentas.
La psicología política demuestra que el miedo mal gestionado favorece respuestas autoritarias y excluyentes. En lugar de promover soluciones dialogadas, se busca el castigo, el cierre de fronteras, la represión del disenso. Así, el temor se convierte en un recurso electoral rentable para los partidos de ultraderecha, que explotan las emociones más básicas para consolidar su base social.
A menudo, este miedo es también un miedo al cambio, a la pérdida de privilegios históricos o simbólicos. El avance de derechos de minorías sexuales, la igualdad de género, la descolonización de los relatos oficiales o el multiculturalismo no son, para estos sectores, expresiones de justicia social, sino señales de decadencia. La reacción violenta, entonces, se convierte en una forma desesperada de sostener un orden que ya no existe.
La banalización de la violencia en el discurso público
Un factor clave que ha facilitado el auge de la violencia vinculada a la extrema derecha es la normalización de su discurso en la esfera pública. En muchos países, líderes políticos, opinadores y figuras mediáticas reproducen mensajes de odio con total impunidad, bajo la coartada de la “libertad de expresión”. Esta tolerancia institucional y cultural no solo legitima tales posturas, sino que también envalentona a quienes están dispuestos a llevarlas a sus últimas consecuencias.
Así, se configura un entorno en el cual la violencia simbólica precede y legitima la violencia física. Cuando las instituciones democráticas no reaccionan con firmeza, cuando los medios no ejercen una vigilancia ética, y cuando la sociedad no establece límites claros a lo inaceptable, se abren las puertas al deterioro cívico y a la radicalización.
La historia del siglo XX ofrece ejemplos trágicos de lo que ocurre cuando la violencia política se banaliza y se convierte en discurso institucional. La extrema derecha no nace violenta por accidente; lo es por diseño ideológico. Y si no se le opone una cultura democrática firme, fundamentada en los derechos humanos, el pluralismo y la dignidad, su avance será cada vez más agresivo.
La violencia promovida por la extrema derecha no es una deriva incidental ni una distorsión marginal. Es el resultado lógico de una ideología que desprecia la igualdad, se alimenta del miedo y necesita enemigos para consolidar su poder. El desafío que enfrenta el mundo contemporáneo es evitar que esa violencia se normalice, se institucionalice o se justifique. Para ello, es imprescindible confrontar no solo los actos visibles de odio, sino también las narrativas, símbolos y silencios que la sostienen.