Durante décadas, Partido Popular (PP) y Partido Socialista Obrero Español (PSOE) marcaron los límites del sistema político español. Se turnaban en el poder, con alternancia tranquila, gestionando los consensos de la Transición. Hoy, en cambio, los dos partidos que dominaron la política nacional durante casi medio siglo atraviesan un descrédito que no solo mina su base electoral, sino que ha servido de abono para el ascenso de Vox, una formación que se alimenta del hartazgo, el miedo y la desafección democrática.
La extrema derecha de Vox no crece en el vacío. Su narrativa reaccionaria, ultranacionalista, antifeminista, negacionista del cambio climático y abiertamente xenófoba, no habría tenido espacio político en un escenario de partidos fuertes, con vínculos sólidos con la ciudadanía y capacidad de dar respuesta a los desafíos sociales. Pero PP y PSOE han fracasado al no entender el malestar social profundo que recorre amplias capas de la población, desde los jóvenes precarizados hasta las clases medias empobrecidas por la crisis y la inflación que los dos grandes partidos no han sabido gestionar en favor de los ciudadanos.
Decepción y voto de castigo
PP y PSOE, por diferentes razones, se han ganado a pulso la desconfianza de millones de votantes. El PSOE, tras prometer en repetidas ocasiones grandes reformas sociales, ha terminado muchas veces atrapado en contradicciones, cesiones al poder económico y políticas tibias que apenas corrigen el modelo neoliberal. El PP, por su parte, arrastra una larga mochila de corrupción estructural, autoritarismo y políticas de recorte social, que ha sido reciclada por Vox en clave de “patriotismo sin complejos”.
Los votantes que migran hacia la extrema derecha no lo hacen, en su gran mayoría, por una conversión ideológica profunda, sino como un grito de frustración. La política institucional parece lejana, las élites siguen intactas, y ni la derecha tradicional ni la izquierda moderada han sabido ofrecer respuestas convincentes y efectivas a los grandes temores contemporáneos: desigualdad, precariedad, pobreza, bajos salarios, inseguridad o deterioro de los servicios públicos.
El PP: rehén de su sombra
El Partido Popular, que llegó a ser la fuerza más votada en España, ha sido incapaz de mantener su hegemonía sin mirar hacia la derecha más dura. Desde la irrupción de Vox en 2019, el PP ha jugado a una ambigüedad peligrosa, intentando recuperar votantes sin romper con los discursos ultras. No hay más que escuchar algunos discursos o intervenciones de Isabel Díaz Ayuso. El resultado es una doble derrota: no solo ha perdido votantes hacia Vox, sino que también ha normalizado un lenguaje político que hace irrelevante su propio discurso, por más que encabecen los sondeos o que ganaran las elecciones de 2023.
Los pactos de gobierno en comunidades autónomas y municipios con Vox han diluido la frontera entre derecha conservadora y extrema derecha. En lugar de marcar límites democráticos, el PP ha actuado como plataforma de blanqueamiento dando a Vox cuota de poder y visibilidad institucional.
El PSOE: entre el posibilismo y la frustración
Por su parte, el PSOE vive atrapado entre la retórica progresista y la gestión tecnocrática. Aunque durante el último gobierno ha promovido leyes sociales como la del salario mínimo o la revalorización de las pensiones, también ha renunciado a tocar a los grandes poderes que sostienen las desigualdades estructurales, desde la banca hasta el poder judicial.
Esto lo ha convertido en blanco de un doble desgaste: por la derecha, donde es acusado de “traidor a la patria” por pactar con independentistas y fuerzas periféricas; y por la izquierda, donde se le critica por “no ir lo suficientemente lejos”. El resultado es una sensación de estancamiento que Vox explota con eficacia: para sus votantes, el PSOE representa la decadencia moral y la debilidad del Estado, un discurso que cala entre los desengañados que confiaron en el Partido Socialista.
Vox: síntoma más que causa
Aunque sus discursos son incendiarios, Vox no es causa, sino consecuencia. No es que España se haya ultraderechizado en bloque: es que una parte significativa de la población ha dejado de confiar en las reglas del juego democrático tal y como lo representaban PP y PSOE.
Su crecimiento responde a la crisis de representatividad, al miedo frente a los cambios y a un discurso emocional que da respuestas simples a problemas complejos. Vox no propone soluciones reales, pero sí una identidad fuerte. Y eso, en tiempos de incertidumbre, es oro político.
Además, su estrategia mediática, basada en provocaciones virales y campañas de victimismo frente a “la izquierda y los medios vendidos”, ha calado especialmente entre los más jóvenes y sectores rurales o desencantados.
Una democracia en jaque
La inestabilidad del bipartidismo no sería en sí un problema si hubiera dado paso a una cultura democrática más rica y plural. Pero en lugar de regenerarse, PP y PSOE se han refugiado en la polarización y el cortoplacismo, dejando terreno libre a quienes no creen en el sistema democrático como forma de convivencia.
El auge de Vox debería leerse como una alarma, no como un fenómeno anecdótico. Es el síntoma de que algo se ha roto y de que ni PP ni PSOE han estado a la altura para repararlo.
La extrema derecha crece cuando la democracia se vuelve estéril. En vez de construir futuro, PP y PSOE se han conformado con administrar ruinas, y Vox recoge ahora los escombros para levantar su proyecto reaccionario. Si el sistema político español quiere frenar esa ola, no basta con señalarla: tendrá que renovarse con valentía, crear consensos y pactos hasta ahora considerados antinaturales, abrir espacios reales de participación y dar respuestas profundas y efectivas a los malestares que lo están vaciando desde dentro.