Al contrario de lo que muchos creyeron, la caída de la Unión Soviética no ha supuesto el ostracismo para el pensamiento de Karl Marx. En realidad, eso es lógico puesto que ningún autor tiene la culpa de las distorsiones que la posteridad introduce en sus ideas. En los últimos años, ante la palpable crisis del capitalismo, muchos han vuelto la mirada hacia el autor de El capital. Uno de los interesados en su figura, el magnate George Soros, no es precisamente un izquierdista, pero sí lo bastante listo para apreciar la pertinencia de la crítica si se quiere salvar el sistema. Así, las obras del teórico alemán no dejan de editarse, lo mismo que los libros acerca de su vida. Uno de los más ambiciosos es el del historiador sueco Sven-Eric Liedman, Karl Marx. Una biografía (Akal, 2020), donde el lector encontrará una refutación de algunos de los mitos que rodean al protagonista.
¿Era determinista, como tantas veces se ha dicho? Liedman asegura que no. En su visión del mundo había muchos elementos producto de la incertidumbre, de forma que el advenimiento del socialismo no obedecía a ningún destino inexorable.
La peculiar relación de Marx y Engels es objeto de un análisis matizado, alejado de dos posturas extremas. Ni formaban una pareja de gemelos intelectuales ni Engels distorsionó trágicamente las ideas de su colega. Más bien contribuyó decisivamente a transmitir su herencia, una tarea que acometió con el respeto reverencial que sentía por una autoridad que siempre reconoció como superior a la suya. Eso no impidió, por supuesto, que imprimiera a su sello personal a su interpretación. ¿Podía ser de otro modo? Este fue el último servicio que rindió a un amigo al que ayudó con aportaciones económicas continuas, en un intento de paliar sus permanentes apuros para ganarse la vida y mantener a su familia. No fue la primera vez, ni será la última, en que un estudioso monumental demuestra una colosal ineptitud para las cuestiones prácticas.
Marx estaba hecho de facetas múltiples y en ocasiones contradictorias. El mismo hombre capaz de sumergirse en polémicas salvajes, en las que se lanzaba a la yugular de sus adversarios, podía convertirse en un defensor del consenso. En la etapa de la Primera Internacional, por ejemplo, buscó la construcción de una amplia mayoría. No obstante, también es verdad que dejó morir la organización antes que hacer sacrificios para entenderse con los anarquistas de Bakunin.
Imaginamos en ocasiones a un filósofo profundamente dogmático, pero lo cierto es que no tenía inconveniente en prescindir de sus propias opiniones cuando las juzgaba superadas por los acontecimientos. Así, en la década de 1860, no tuvo en cuenta muchos puntos del Manifiesto Comunista. En esto no se parecía a tantos de sus seguidores que redujeron sus aportaciones a una palabra sagrada que había que copiar a la letra, como si la teoría no tuviera que adaptarse a las circunstancias en lugar de las circunstancias a la teoría. Con todo, sería erróneo suponer que nos hallamos delante de un pragmático. La obstinación con la que creía ser el portador de la teoría correcta le condujo demasiadas veces por un mal camino.
Bakunin, cuando se quejaba de su engreimiento, no andaba desencaminado del todo. Sí, podemos suponer que esta crítica nacía de la animosidad de un enemigo político, pero tomemos ahora una fuente poco sospechosa. En sus recuerdos personales sobre su suegro, Paul Lafargue decía que Marx estaba seguro de que cualquier espíritu imparcial, es decir, que no estuviera influenciado por intereses privados o cegado por prejuicios clasistas, debía llegar a las mismas conclusiones que él en cuestiones de historia y economía política. Esta convicción equivale a suponer que todos los que no compartían sus opiniones debían ser, por fuerza, gente de mala voluntad.
Liedman también cuestiona la idea de un Marx poco productivo después de 1870. Aunque al llegar a cierta edad las fuerzas ya no le acompañaban, su curiosidad intelectual seguía tan viva como siempre. Continuaba devorando libros, que sintetizaba en resúmenes extensos muy interesantes. Además, realizó algunas contribuciones importantes como laCrítica del Programa de Gotha. El Marx “tardío”, desde esta perspectiva, no desmerecería al “Marx joven” y al “Marx maduro”.
Es inevitable que en un mundo como el nuestro, con una precarización creciente del mundo laboral, busquemos inspiración en un crítico radical de las injusticias sociales. Inspiración, sin embargo, no significa no copia servil. El mejor legado de Marx es el espíritu independiente con el que trató de interpretar la realidad de su tiempo, que no es exactamente la misma que la del siglo XXI aunque a veces se establezcan paralelismos inquietantes. El renano acertó en muchas cosas; en otras, como cualquier ser humano, se equivocó. No supo apreciar la capacidad del capitalismo para renovarse. Sería buena idea, por tanto, que leyéramos su obra con el mismo espíritu iconoclasta que él demostró al acercarse a los pensadores que le precedieron.