Todo el mundo podía intuir que el verano de 2025 iba a ser muy peligroso. No hacía falta ser un experto en el mundo rural para entender que el abandono de las tierras había generado una "Santa Bárbara" letal. Un viaje por cualquier carretera mostraba cómo las hierbas estaban muy crecidas por las lluvias de la primavera y, con el calor, estaban secas. Cualquier negligencia, una colilla, una chispa de una máquina, un cristal abandonado, iba a provocar incendios muy importantes.
Cada verano, España arde. Y no solo por las olas de calor cada vez más intensas, sino también por un fenómeno silencioso y persistente: la despoblación del mundo rural. El abandono de pueblos, cultivos y oficios tradicionales ha creado un cóctel perfecto para que los incendios forestales sean más grandes, más devastadores y mucho más difíciles de controlar.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística, más de la mitad de los municipios españoles tienen menos de 1.000 habitantes, y gran parte de ellos están en riesgo de extinción demográfica. Este vaciamiento rural significa que cada vez hay menos manos para mantener limpios los montes, trabajar la tierra o vigilar el territorio. Allí donde antes había pastores, agricultores o leñadores que gestionaban el paisaje, hoy crece un tapiz continuo de matorral y bosques abandonados.
Cuando el campo se queda vacío, el monte se convierte en un polvorín. La falta de actividad humana multiplica la carga de combustible y facilita que cualquier chispa se convierta en un gran incendio.
Incendios más intensos y más largos
Los expertos lo llaman continuidad forestal: extensiones de masas arboladas sin apenas interrupciones de cultivos o pastizales que antes actuaban como cortafuegos naturales. A esto se suma el cambio climático, que intensifica las sequías y las olas de calor, alargando la temporada de riesgo y haciendo los incendios más intensos.
El resultado es una tendencia clara: cada vez menos incendios, pero más grandes. Según datos del Ministerio para la Transición Ecológica, los llamados “grandes incendios forestales”, aquellos que superan las 500 hectáreas quemadas, han aumentado en las últimas décadas, con especial incidencia en comunidades como Castilla y León, Galicia, Extremadura, Aragón y la Comunidad Valenciana.
El precio del abandono
El coste de estos incendios no se mide solo en hectáreas arrasadas. Hay un impacto directo en la pérdida de biodiversidad, en la erosión de los suelos, en la emisión masiva de CO₂ y en la economía local, ya de por sí debilitada. Cada verano, miles de hectáreas de encinas, viñedos o castañares quedan reducidas a cenizas, comprometiendo el futuro de explotaciones familiares que dependen de la tierra para subsistir.
Paradójicamente, el fuego se convierte en un acelerador de la despoblación: los pueblos pierden todavía más atractivo y recursos tras un gran incendio, lo que impulsa a muchos jóvenes a marcharse definitivamente.
Nueva gestión del territorio
Los especialistas coinciden en que la clave no está solo en más aviones y más bomberos, sino en recuperar la gestión activa del medio rural. Eso implica fomentar la agricultura y la ganadería extensivas, apoyar a los pequeños productores y recuperar prácticas tradicionales como el aprovechamiento de la biomasa o el pastoreo, que contribuyen a mantener el monte limpio.
Organizaciones y colectivos rurales reclaman también planes de repoblación y desarrollo económico, que fijen población en los pueblos y devuelvan la vida a zonas que hoy están condenadas al abandono.
Es un hecho que los incendios no se apagan en verano; se apagan en invierno. Se apagan con pueblos vivos, con gente en el territorio, con cultivos que rompen la continuidad del bosque. Si se deja morir al campo, lo único que crecerá será el fuego.