Desde la Casa Blanca hasta los pasillos de los tribunales, la segunda administración Trump ha desatado una serie de decisiones que golpean de lleno el bolsillo y la estabilidad laboral de millones de estadounidenses, y especialmente de quienes viven con los salarios más bajos o dependen de un sueldo federal.
En los primeros 100 días, Donald Trump ha anulado la orden ejecutiva de su predecesor, Joe Biden, que garantizaba un salario mínimo de 15 dólares para los trabajadores con contratos federales, que, con la inflación, se elevaba hasta los 17,75 dólares por hora en 2025. Al rescindir esa norma, Trump ha permitido que esos mismos trabajadores vuelvan a un mínimo de poco más de 13 dólares por hora, en un momento en que los aranceles que su administración aplica de forma caótica a las importaciones amenazan con disparar los precios al consumo y erosionar aún más el salario real de las rentas bajas.
La medida no es un recorte presupuestario menor: afecta a cientos de miles de empleados de contratistas federales que durante el último año habían visto un alivio en sus nóminas que ahora se esfuma. Para un trabajador a tiempo completo, la diferencia entre 17,75 y 13,30 dólares puede suponer más de 8.000 dólares anuales, un varapalo para quienes ya luchan para llegar a fin de mes.
Al mismo tiempo, la política comercial de la Casa Blanca ha vuelto a tensar una guerra de aranceles que, lejos de beneficiar al consumidor, está provocando advertencias de pérdidas multimillonarias y previsiones de recesión. Empresas tan dispares como Porsche, Adidas o Delta Airlines han recortado sus previsiones de beneficio ante la incertidumbre creada por tasas de hasta el 145% sobre bienes chinos y la amenaza de nuevos gravámenes de hasta el 25% sobre importaciones canadienses y mexicanas. Esa oleada de aranceles como amenaza ha encarecido ya la cesta de la compra y restado confianza a hogares y negocios, con economistas alertando de un frenazo del crecimiento a poco más del 1% anual y un riesgo de recesión superior al 60% si la tensión arancelaria persiste.
Pero quizá el golpe más disruptivo de la presidencia Trump–Musk ha llegado de la mano del llamado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), la iniciativa encabezada por Elon Musk para acabar con lo que ellos consideran que es despilfarro. Bajo esa etiqueta, DOGE ha impulsado la mayor reducción de la plantilla federal desde los años sesenta. Según datos publicados por Reuters, más de 260.000 empleados federales han sido despedidos, han aceptado incentivos para retirarse o se han visto forzados a dimitir en los primeros cien días de la nueva administración. Un análisis del New York Times eleva el total de recortes anunciados hasta más de 275.000 puestos, un 12 % de los 2,4 millones de trabajadores civiles del gobierno federal.
Este drástico vaciado afecta de forma desproporcionada a grupos tradicionalmente vulnerables. Los empleados federales negros, que constituyen una parte significativa de la fuerza laboral en agencias como el Departamento de Asuntos de Veteranos y el Tesoro, han visto recortes especialmente fuertes. Las organizaciones que representan entre un cuarto y casi un tercio del personal de esos departamentos han sido diezmadas, exacerbando las inequidades históricas. Asimismo, el recorte masivo de personal en el Departamento de Asuntos de Veteranos (con planes de suprimir hasta 80.000 empleos) y en la Seguridad Social (que ya ha despedido a 7.000 empleados y planea eliminar el 87 % del personal de sus oficinas regionales) amenaza con dejar sin atención sanitaria ni apoyo a cientos de miles de veteranos y jubilados que dependen de esos servicios.
La conjunción de menores salarios, alza de precios y pérdida de empleos federales se traduce en una tormenta perfecta para quienes menos tienen. Trabajadores de la alimentación, limpieza y transporte que vieron un respiro con el aumento a 17,75 dólares la hora se enfrentan a un salario real en caída. Al mismo tiempo, empleados de oficina y técnicos gubernamentales contemplan con inquietud la posibilidad de perder la estabilidad que les permitía afrontar el encarecimiento de la vivienda y la energía. Y en un contexto donde los tribunales ya están sometiendo a revisión masiva tanto la legalidad de los despidos como la constitucionalidad de los aranceles, el clima de litigios y protestas promete extenderse en los próximos meses.
Frente a este escenario, sindicatos, ONG y legisladores demócratas han anunciado demandas y movilizaciones. Un consorcio de más de veinte sindicatos y ciudades ha presentado una demanda en un tribunal federal de San Francisco, alegando que los despidos masivos ordenados por DOGE violan la separación de poderes al no contar con la aprobación del Congreso. Al mismo tiempo, organizaciones de consumidores estudian impugnar la rescisión del salario mínimo para contratistas, argumentando que el derecho a un salario digno está amparado por leyes previas y principios constitucionales.
La pregunta que queda en el aire es si este combo de recortes y aranceles se mantendrá ante el aluvión de recursos judiciales y la caída de la popularidad presidencial, o si el Congreso (posiblemente mediante la vía de reconciliación acelerada) acabará frenando las medidas más lesivas. Lo que parece claro es que, mientras persista la guerra de aranceles y la purga de empleados federales, la promesa de “hacer a Estados Unidos grande de nuevo” estará midiendo su coste en las nóminas, los precios y la propia capacidad del gobierno para prestar servicios básicos a quienes más los necesitan.