En las democracias consolidadas, pocas normas son tan sagradas como la limitación del poder. En Estados Unidos, la Enmienda 22 de la Constitución establece de manera clara que ningún presidente puede ser elegido más de dos veces. La regla nació en 1951, tras la presidencia excepcionalmente larga de Franklin D. Roosevelt, y desde entonces ha sido aceptada como un pilar del sistema. Sin embargo, con Donald Trump de vuelta en la Casa Blanca, esa convención se encuentra bajo una presión inédita.
Trump, célebre por estirar los límites legales y políticos hasta romperlos, ha coqueteado en varias ocasiones con la idea de perpetuarse en el poder como sus admirados autócratas. A veces lo hace con el tono burlón de quien lanza un guiño a sus seguidores; otras, con la seriedad inquietante de un líder que se siente indispensable. El mero hecho de que se plantee (y de que millones de votantes no lo consideren descabellado) revela hasta qué punto la política estadounidense se ha deslizado hacia un terreno donde lo impensable ya no lo es tanto.
La tentación de la autocracia
Trump no es el primer presidente en fantasear con más tiempo en el poder. Ronald Reagan se quejaba de que ocho años eran demasiado pocos para dejar huella, y Barack Obama bromeaba con que ganaría un tercer mandato “si se lo permitieran”. Pero sus palabras fueron siempre reconocidas como bromas o lamentos de ocasión. En el caso de Trump, la diferencia radica en la seriedad con que sus partidarios interpretan la propuesta.
En un Partido Republicano transformado en vehículo personalista, la reelección indefinida se ha convertido para algunos en la expresión lógica del movimiento “Make America Great Again”. Al fin y al cabo, dicen los fanáticos MAGA, si Trump es el líder que encarna la voluntad del pueblo frente a las élites (argumento que es el pilar central de la gran estafa corrupta del presidente de los Estados Unidos), ¿por qué limitarlo con tecnicismos constitucionales?
Obstáculo constitucional
La Enmienda 22 es clara: “Ninguna persona será elegida para el cargo de Presidente más de dos veces”. Para cambiarla haría falta una reforma constitucional, un proceso que exige el apoyo de dos tercios de ambas cámaras del Congreso y la ratificación de tres cuartas partes de los estados. En la América polarizada de hoy, tal escenario roza lo imposible.
Sin embargo, Trump rara vez ha mostrado interés en el formalismo jurídico. Podría intentar reinterpretar la norma, alegando que su primer mandato (2017–2021) y su segundo (2025–2029) no deberían contar como “consecutivos” en el mismo sentido que Roosevelt. Una tesis jurídicamente endeble, pero políticamente eficaz si logra sembrar dudas y movilizar a su base contra “un sistema que quiere callarlos”.
Precedente autoritario
En el plano internacional, los límites de mandato han sido erosionados con frecuencia por líderes populistas y autoritarios. Vladimir Putin en Rusia, Xi Jinping en China, Recep Tayyip Erdoğan en Turquía: todos han hallado maneras de redefinir las reglas para perpetuarse en el poder. En América Latina, Hugo Chávez y Evo Morales recurrieron a reformas constitucionales o a reinterpretaciones judiciales. La idea de que Trump pudiera emular estos ejemplos suena disparatada en un país con contrapesos tan robustos como Estados Unidos. Pero su presidencia ya ha demostrado que lo improbable no siempre es imposible.
El precio de la incertidumbre
Incluso si Trump nunca logra un tercer mandato, la insinuación misma tiene un efecto corrosivo. Refuerza la percepción de que las reglas democráticas son maleables, de que la política se reduce a la voluntad de un líder y de que la Constitución puede convertirse en obstáculo a vencer en lugar de marco a respetar.
Esto erosiona la confianza en el sistema y normaliza la idea de que la alternancia en el poder no es un principio inmutable, sino un capricho circunstancial. Para un electorado ya polarizado, la narrativa del “presidente perpetuo” es dinamita: moviliza a los leales, aterroriza a los adversarios y profundiza la fractura.
Democracia a prueba de estrés
En última instancia, la posibilidad de un tercer mandato trumpista dependerá menos de los tecnicismos legales que de la capacidad de las instituciones (Congreso, tribunales, estados y sociedad civil) para defender la vigencia de la Enmienda 22. Hasta ahora, el sistema estadounidense ha resistido embates severos: desde los intentos de Trump de revertir las elecciones de 2020 hasta la invasión del Capitolio instigada por el actual presidente. Pero cada crisis ha dejado cicatrices y ha demostrado que la democracia, aunque resiliente, no es indestructible.
Trump sabe que nunca será un presidente convencional. Quizá nunca logre un tercer mandato, pero la mera idea de plantearlo ya es una victoria: mantiene a sus críticos a la defensiva, refuerza el aura de excepcionalidad que cultiva y, sobre todo, desplaza el debate público hacia su terreno favorito, donde él siempre es el protagonista.