El pasado 12 de marzo, mientras regresaba a casa tras recoger a su hijo del colegio en Maryland, Kilmar Abrego García pensó que su rutina familiar continuaría como siempre. Sin embargo, agentes supremacistas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) lo detuvieron al volante, le dieron apenas diez minutos para que su esposa acudiera a buscar a su pequeño (con discapacidad intelectual) y, a pesar de que su estatus migratorio estaba regularizado mediante una suspensión de deportación concedida por un tribunal de inmigración, lo encadenaron a un viaje que lo llevaría a un verdadero infierno en El Salvador del dictador Nayib Bukele.
Abrego García, ciudadano salvadoreño, había llegado a Estados Unidos en 2011 como menor de edad, huyendo de las extorsiones de las pandillas que lo amenazaban de muerte en su país natal. Se instaló en Maryland, donde trabajaba como jornalero y había formado una familia: en 2016 inició una relación con la ciudadana estadounidense Jennifer Vásquez Sura, con quien tuvo un hijo en 2019, año en que también nació su protección legal contra la deportación.
Tras pasar casi seis meses detenido (tiempo en el que su esposa dio a luz), obtuvo el derecho a permanecer y trabajar en Estados Unidos por considerar el tribunal que su vida corría un peligro real si regresaba a El Salvador. Hasta aquel día de marzo, Abrego García cumplió puntualmente con sus citas ante el ICE.
En lugar de presentarlo ante un juez, sin embargo, las autoridades lo trasladaron de estado en estado hasta meterlo en un vuelo con destino a San Salvador la noche del 15 de marzo. Contraviniendo toda forma de debido proceso, los agentes le prometieron reiteradamente que tendría audiencia ante un magistrado. Sólo supo la verdad al pisar la pista del aeropuerto salvadoreño: no habría juez, ni defensa, ni apelación posible. Lo llevaron al Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), una megaprisión de alta seguridad tristemente célebre por las palizas, las privaciones de sueño y la tortura psicológica organizada que allí se practica.
La brutalidad relatada en la demanda civil que Abrego García interpuso contra varios funcionarios estadounidenses describe golpes en la cabeza y las piernas para forzarlo a desnudarse, el afeitado con navaja sin anestesia, jornadas de rehenes arrodillados hasta el agotamiento, sin acceso a baño, alumbrados las 24 horas e inmovilizados en celdas abarrotadas y sin colchones. Pese a que Estados Unidos está obligado, por ley federal y por la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura, a no enviar a nadie a un país donde exista un riesgo fundado de tortura, la administración Trump recurrió a lo que se ha llamado “entrega extraordinaria”: deportaciones fulminantes que eluden todo trámite legal, equiparables a los vuelos secretos a Guantánamo o a los Black Site de la CIA donde se aplicaron las más terribles torturas que haya podido ver el ser humano.
Desesperada, su esposa rastreó días en el Sistema de Localización de Detenidos del ICE y llamó a centenares de centros de detención. Cuando su nombre seguía figurando en un penal de Texas, ella supo, a través de una fotografía de prensa, que su marido estaba en el centro de tortura de Bukele, el CECOT. Un senador de Maryland logró, finalmente, que se le ordenara su regreso a Estados Unidos. La Corte Suprema confirmó esa decisión, pero el Gobierno tardó meses en acatarla. En junio, el Departamento de Justicia accedió a repatriarlo, no para restituirle su libertad, sino para enfrentarlo a cargos de tráfico de personas en Tennessee, basados en una detención de 2016 que, para sus defensores, carece de credibilidad.
El caso de Kilmar Abrego García no es aislado: en aquel envió masivo en marzo, más de doscientos migrantes (en su mayoría venezolanos) fueron clasificados arbitrariamente como “terroristas” y trasladados al centro de torturas CECOT sin posibilidad de defensa. Tal y como publicamos en Diario16+, las acusaciones de delitos violentos eran infundadas en buena parte de los expedientes. La campaña de demonización les negó el acceso al debido proceso y los expuso a torturas que violan el derecho internacional y la prohibición de devolver a alguien a un lugar donde pueda ser torturado.
Este episodio revela, una vez más, hasta qué punto la amenaza de la tortura se ha normalizado como herramienta de control y miedo. Tras el 11‑S, Estados Unidos estableció “sitios negros” y vuelos secretos para torturar a sospechosos de terrorismo. Hoy, bajo la retórica de la seguridad fronteriza, Donald Trump deporta clandestinamente a hombres y mujeres que huyen de la violencia, sabiendo que caerán en manos de represores al otro lado de la frontera. En el seno de la sociedad estadounidense, el temor induce al silencio: nadie sabe quién podría ser el siguiente etiquetado como “monstruo” o “salvaje” y enviado a un calabozo distante, donde la luz nunca se apaga y los gritos no tienen eco.
La tragedia de la historia de Abrego García llama a la reflexión: sin garantías de proceso legal ni límites a la discrecionalidad de las autoridades, en los Estados Unidos de Trump cualquier persona (sea residente, asilado o solicitante de protección) puede desaparecer en un vuelo negro y reaparecer en un infierno diseñado para aniquilar el espíritu.