En las democracias modernas, la justicia constituye uno de los pilares esenciales del sistema. Su imparcialidad y autonomía son condiciones indispensables para el equilibrio de poderes y la garantía de derechos fundamentales. Otra cosa es que el funcionamiento real de los tribunales sea lo contrario de lo que señala la teoría. Sin embargo, en la España contemporánea, ese pilar se ve sacudido por una creciente oleada de sectarismo ideológico, donde las decisiones judiciales ya no se analizan bajo el prisma del derecho, sino a través de la lente distorsionada de la afiliación política e ideológica.
La polarización que sacude al país ha alcanzado a los tribunales. El fenómeno se manifiesta con especial intensidad en los casos que involucran a dirigentes políticos: la presunción de inocencia se convierte en un privilegio partidista y las sentencias se celebran o desacreditan en función del color ideológico del acusado. La justicia, en este escenario, deja de ser un terreno neutral para convertirse en un campo de batalla.
Dependiendo de quién sea el encausado los jueces son catalogados como “buenos” o “malos”, categorización que se aplica también dependiendo de si está en tal o cual asociación. También se inventan teorías conspirativas sobre supuestas persecuciones políticas o presuntos golpes de Estado togados. Esto no es exclusivo de un partido o una ideología concreta, sino que todos han pasado por las diferentes fases de ataque sectario a las causas judiciales. La realidad es que la Justicia en España está en una situación tan crítica que no hay juez bueno, sobre todo en las instancias superiores.
Ejemplos se pueden ver todos los días. La izquierda criminaliza a los jueces que están instruyendo las causas que afectan al gobierno, al fiscal general del Estado o al entorno familiar de Pedro Sánchez. La derecha ataca sin piedad a los que están investigando las responsabilidades de la DANA de Valencia y, en el caso de la causa contra la pareja de Isabel Díaz Ayuso, se habla, incluso, de una operación de Estado para acabar con una rival política.
Se pretende arreglar la casa por el tejado, que los tribunales sean controlados por el partido o la ideología que ocupe el poder y, en esta tesitura, es imposible que se solucionen los verdaderos problemas de la Justicia, que empiezan con la corrupción (que existe aunque sólo se juzgue a un número mínimo de jueces), pasan por el sometimiento a los intereses de los distintos poderes económicos, empresariales y financieros, y terminan en la absoluta impunidad con la que cuentan los jueces a la hora de que sean denunciados por la ciudadanía o recusados por las partes.
Justicia bajo sospecha
Cuando un político, sea del partido que sea, es imputado, investigado o condenado, la reacción de los medios de comunicación y de la opinión pública suele seguir un patrón predecible: si se trata de un dirigente afín, se invoca la persecución política, el “lawfare” o se pone en duda la imparcialidad del juez. Si es del partido rival, se proclama el triunfo de la justicia y se exige una dimisión inmediata. Este doble rasero no solo daña la imagen del poder judicial, sino que también deteriora el debate público, sustituyendo el análisis jurídico por narrativas emocionales y tribales.
Las redes sociales desempeñan un papel decisivo en este proceso. Los juicios paralelos, la desinformación y los eslóganes reemplazan a la complejidad de los procedimientos judiciales. El lenguaje jurídico se pierde entre “causas generales”, “vendettas judiciales” y “conspiraciones ideológicas”. El resultado es una sociedad dividida entre quienes ven en cada sentencia un acto de justicia y quienes la interpretan como un movimiento estratégico del “enemigo”.
La conspiración del “lawfare”
Uno de los conceptos más recurrentes en este nuevo paradigma es el de lawfare. Importado de los conflictos internacionales, este término ha sido reinterpretado en el ámbito político español como el uso de la justicia como arma contra adversarios políticos. Para algunos, representa una amenaza real a la democracia; para otros, es una estrategia discursiva para evadir responsabilidades penales.
Este fenómeno se basa en tres pilares: la deslegitimación del juez (acusándolo de actuar por motivos ideológicos o de formar parte de un “Estado profundo”), la victimización del acusado (quien se presenta como blanco de una operación política) y la invisibilización de los hechos (evitando hablar de las pruebas y centrando el debate en la supuesta persecución). En este clima, la sentencia se convierte en una herramienta de confrontación política más que en una resolución jurídica basada en evidencias.
El lawfare va por épocas. Lo han ido denunciando alternativamente tanto el PP como el PSOE, tanto las izquierdas como las derechas. Eso indica que todo se ve dependiendo de los ojos con los que se mira. No existe análisis certero. Los políticos y los ciudadanos que son de un color ideológico o del contrario actúan como los aficionados atléticos, siempre llorando y culpando al de enfrente, lo cual, evidentemente, elimina la crítica interna.
Instrumentalización de la Justicia
La figura del juez ha dejado de ser exclusivamente técnica para convertirse, en ocasiones, en protagonista del debate partidista. Cuando un magistrado dicta una sentencia que favorece a un determinado partido, es aplaudido como un “héroe”. Si, por el contrario, su decisión perjudica a ese mismo partido, es calificado como parcial y politizado.
Esta dinámica de instrumentalización genera una presión creciente sobre la judicatura. Los jueces, que deben trabajar en condiciones de una supuesta neutralidad acotada "a sus cosas", son arrastrados al centro de la disputa ideológica, lo cual puede afectar tanto a su imagen como a su capacidad de decisión. La crítica legítima a una sentencia se transforma en un ataque personal al juez, que ve cuestionada su trayectoria, su ideología y hasta sus vínculos personales.
Presunción de inocencia
La presunción de inocencia, principio básico del Estado de Derecho, se ha convertido en un terreno de batalla. El trato desigual en función de la ideología ha generado un escenario en el que esta garantía constitucional se invoca selectivamente. Cuando el imputado es “de los nuestros”, se pide respeto al proceso judicial. Cuando se trata del adversario, se exige su condena pública antes de que se dicte sentencia.
Esta distorsión crea una confusión profunda en la ciudadanía. La línea entre ser investigado y ser culpable se difumina, lo que debilita la credibilidad del sistema y abre la puerta a una cultura de impunidad revestida de justificación ideológica.
Nombramientos judiciales
La politización no se limita a los tribunales ni a los medios. Uno de los puntos más conflictivos es la designación de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal Constitucional o de la Fiscalía General del Estado.
Cada nombramiento judicial o decisión de gran impacto es analizado no por su mérito jurídico, sino por el supuesto color político de quien lo promueve. Esto no solo paraliza la renovación institucional, sino que alimenta el relato de que la justicia está “colonizada”.
La condena del telediario
En la actualidad, el juicio público suele anticiparse al tribunal. Las tertulias, las redes y los titulares dictan sentencia antes que el juez. Si el político afín es absuelto, se celebra como una prueba de persecución desmontada. Si es condenado, se denuncia un montaje o una conspiración. Por el contrario, si el condenado es del partido rival, se aplaude el fallo como una prueba irrefutable de su corrupción.
Este esquema genera un círculo vicioso: se erosiona la legitimidad del sistema judicial, se banaliza el debate político y se debilita la democracia.